El puerto o la vida
Por Marcos Aguinis
Publicado en el diario argentino La Nación el 14 de diciembre
Hace poco tuvo lugar el Encuentro de Annápolis para relanzar las negociaciones árabe-israelíes, con más expectativas que buenos resultados. Para entender mejor esa frustración, propongo un breve recordatorio.
En medio de la persecución nazi un judío alemán se encontró con su agente de viajes, que no era racista. Le explicó su urgencia por huir del país. Convinieron en reunirse durante la noche en la oficina del agente. Se sentaron junto a un enorme globo terráqueo y se dedicaron a identificar los puertos donde podría encontrar refugio. No identificaron uno solo que aceptase con facilidad refugiados judíos. Tras hacer girar la mole varias veces, el cliente le preguntó: “¿No tendría otro globo?”
Esta anécdota responde a una verdad histórica. El 15 de mayo de 1939, pocos meses antes de empezar la guerra, el vapor Saint Louis, con casi un millar de refugiados, zarpó de Hamburgo con destino a La Habana, donde podrían desembarcar con visas transitorias. Pero al llegar a destino, sus esperanzas se trizaron: las autoridades del país habían decidido cancelar el permiso. Entonces la nave enfiló hacia la península de Florida e intentó bajar a sus angustiados pasajeros en Fort Loderdale. Desde la Casa Blanca, empero, había llegado una orden del presidente Roosevelt –¡nada menos que del presidente Roosevelt!– que prohibía el desembarco. Eran indeseables. Entonces el capitán del barco rumbeó hacia la cercana Miami, donde confiaba burlar las guardias costeras. Tampoco lo pudo hacer, porque la decisión presidencial había encendido todas las alertas. Abrumado por la frustración, el patétito Saint Louis regresó a Alemania. Y sus pasajeros terminaron en los campos de exterminio.
No fue el único caso. El 3 de junio de 1939 zarpó el Orinoco, que tuvo la misma mala suerte. Más adelante, el vapor Fralde llegó a Veracruz, México, donde tampoco se aceptó a los refugiados. Los ejemplos siguen.
No voy a ser políticamente correcto. El más repugnante ejemplo –me duele manifestarlo– fue el de Gran Bretaña, un imperio que había recibido el Mandato sobre Palestina por decisión unánime de la Liga de las Naciones, en 1922, con la explícita misión de ayudar a erigir un Hogar Nacional Judío. Esa iniciativa fue saludada con beneplácito hasta por varios líderes nacionalistas árabes, como el rey Feisal de Irak, que agasajó a Jaim Weizman, líder del movimiento sionista.
Pero Gran Bretaña se instaló allí para quedarse. Desde el siglo XIX los judíos ya habían comenzado la reconstrucción del país desolado por la erosión y el abandono, como narran viajeros de la época. Habían contribuido con las fuerzas aliadas en la expulsión de los otomanos. Y pretendían la independencia. Entonces Gran Bretaña amputó dos tercios del territorio y creó el reino hashemita de Transjordania, donde quedaba prohibido que se instalase un solo judío. Los ingleses tienen el nefasto privilegio de haber creado el primer país Judenrein (limpio de judíos), antes de que los nazis se obsesionaran con el tema. Luego, hicieron todo lo posible para obstruir la creación del Hogar Nacional Judío, limitando la inmigración, facilitando el ataque de bandas terroristas y azuzando el enfrentamiento étnico.
Durante la segunda Guerra Mundial los judíos de Palestina compartieron la decisión del Mahatma Gandhi para la India: apoyar a los ingleses y postergar la reivindicación nacional para después de la conflagración. Pero los aliados, pese a esa contribución, no practicaron la reciprocidad: se negaron a bombardear las vías que llevaban a los campos de exterminio y los ingleses cerraron con siete llaves el ingreso de refugiados judíos a Palestina. En 1945, Gran Bretaña creó en El Cairo la Liga Árabe para preservar su influencia en la región.
El Holocausto, en contra de versiones superficiales, no conmovió al mundo. Siguieron cerrados los puertos del planeta para la inmigración judía, pese a los espectros que emergían de los campos de la muerte. El presidente Truman se avino a recibir sólo unos millares de niños. Y Gran Bretaña lanzó otro Libro Blanco para bloquear, casi por completo, el desembarco en Palestina de las frágiles barcazas que llenaban el Mediterráneo con sobrevivientes de la masacre. El Estado judío ya era una realidad a pesar del poder colonial, con ciudades, kibutzim, universidades, teatros, orquestas, caminos, instituciones administrativas y una reforestación febril. Luchaba por su emancipación con uñas y dientes.
En 1947, Londres presentó en las Naciones Unidas el caso de Palestina, que ya le resultaba ingobernable, con la esperanza de ahogar las pretensiones sionistas. Se constituyó una Comisión Especial integrada por países pequeños, de los cuales tres eran latinoamericanos: Guatemala, Uruguay y Perú. Su trabajo minucioso terminó con un Plan de Partición en dos Estados, uno judío y otro árabe, que debían coexistir y mantener estrechos vínculos económicos. Era la primera iniciativa de mercado común, un hito de la historia. Las fronteras de ambos Estados fueron diseñadas con ecuanimidad en base a la distribución demográfica, es decir, un Estado judío donde predominaban los judíos y un Estado árabe donde predominaban los árabes. La mayor parte del territorio desierto fue asignado al Estado judío porque sus habitantes ya demostraban perseverancia para hacerlo florecer.
Pese a que la mayoría de los lugares vinculados con la historia de Israel, marcados en la Biblia, quedaban fuera del Estado judío, la dolorosa iniciativa fue aceptada por el movimiento sionista. Ben Gurión había dicho que se necesitaba un Estado independiente con mayoría judía, aunque “tuviese el tamaño de un mantel”, para que se dispusiera de un puerto donde recibir a las víctimas de persecuciones incesantes.
El 29 de noviembre pasado se han cumplido 60 años de un acontecimiento bisagra de la historia mundial. Las Naciones Unidas, por una mayoría superior a los dos tercios, aprobó la Partición de Palestina. Durante la dramática votación se mantuvo en vilo a gran parte del planeta. Todas las radios estaban encendidas para escuchar el angustiante escrutinio. Presidía la Asamblea el embajador Osvaldo Aranha, representante de Brasil. Cuando finalizó con una categórica claridad, los ciudadanos del inminente Estado judío independiente se lanzaron a las calles para bailar en rondas toda la noche. Pero los Estados árabes profirieron amenazas. Querían abortar ese proyecto: “Habrá una matanza que convertirán en risa las efectuadas por los mongoles”, prometió el secretario general de la Liga. Luego se acuñó la expresión de “arrojar todos los judíos al mar”. El ex Mufti de Jerusalén, Haj Amin El Husseini, que había viajado a lamerle el traste a Hitler y a Ante Pavelic, con quienes se fotografió en Berlín y Zagreb, cumpliría por fin su promesa: concretar “la solución final” en el Medio Oriente.
En estos 60 años han pasado infinidad de horrores, injusticias y desencuentros. Pero se está volviendo a la sabiduría de la Partición votada en aquel inolvidable 29 de noviembre de 1947. Dos Estados para dos pueblos que deben convivir lado a lado, en un territorio que ambos aman y no están dispuestos a abandonar. Si el liderazgo árabe hubiese acatado la resolución de las Naciones Unidas, permitiendo que se proclamase la independencia de un Estado árabe en Palestina, de la misma forma que lo hicieron los judíos, hoy se estarían celebrando también sus 60 años de independencia. Y, más importante aún, no hubieran existido tantas guerras, sufrimiento y desolación. ¿Hacía falta que transcurriesen seis décadas y ríos de sangre para llegar al mismo punto de partida? Es lo que se barajó en Annápolis.
En aquellos años, Gran Bretaña, para no dar tiempo a que los judíos pudiesen prepararse para enfrentar a los Estados vecinos, adelantó su retiro. En lugar de agosto de 1948, lo hizo el 14 de mayo. Los judíos enseguida proclamaron la Independencia de Israel y ofrecieron la paz. Israel no fue el producto directo del Holocausto ni un obsequio de las grande potencias. No existiría si sus habitantes no lo hubiesen edificado y defendido.
Los árabes no querían la independencia de Palestina, sino el exterminio de los judíos. Y atacaron sin piedad. Siria, Egipto y Transjordania apetecían quedarse con trozos de ese territorio, como en efecto aconteció después. La lucha fue impiadosa y los judíos sufrieron el mayor número de bajas de todas las guerras padecidas desde entonces. No tenían ni un solo tanque, ni un solo avión. Sabían que no iban a convertirse en refugiados siquiera, sino en cadáveres. Entonces pelearon con desesperación, espoleados por el recuerdo de las matanzas anteriores. Las potencias se negaban a venderles armas, porque no era buen negocio vender algo a quien pronto terminaría borrado de la faz de la tierra.
Esa conflagración insensata y fanática, no deseada por Israel, finalizó con un Estado judío más amplio que el asignado por la Partición de 1947. En los últimos días del conflicto las tropas israelíes ganaban en todos los frentes, ante el pánico que se produjo en los seis ejército invasores por la heroica resistencia. Los judíos pudieron apropiarse de más territorios, entraron y salieron de la Franja de Gaza y estaban en condiciones de reconquistar Jerusalén Este. Pero llegaron ofertas de paz por parte del rey Abdullah de Transjordania, con quien se reunió en secreto Golda Meir. El gobierno israelí decidió evitarle la humillación de quitarle esa parte de la ciudad. Por desgracia no se firmó la paz porque el rey fue asesinado.
Las fronteras del cese de fuego establecidas entonces no las ha reconocido nadie. Transjordania se apropió de Cisjordania y cambió su nombre por el de Jordania (a ambos lados del bíblico río). Esto fue aceptado y reconocido sólo por Gran Bretaña y Paquistán. Durante los 19 años en que Jordania ocupó Cisjordania, y Egipto la Franja de Gaza, nunca se manifestó el propósito de erigir en esos territorios un Estado árabe independiente.
Cifras de diversos orígenes afirman que se produjeron 400 o 600 u 800 mil refugiados palestinos. ¿No hay responsabilidad de los Estados árabes agresores por esa enorme tragedia? En lugar de recibirlos como hermanos, los encerraron en campamentos inmundos y pidieron una caudalosa ayuda internacional para seguir manteniéndolos en la miseria, el odio y la ilusión del retorno. Para peor, para vengarse expulsaron a cientos de miles de judíos arraigados en Siria, Irak, Egipto, Libia, Yemen, Túnez, hasta convertirse en países Judenrein, como desearon los nazis. Ahora acusan a Israel de limpieza étnica, pero en Israel vive una activa minoría árabe que alcanza el 20% de la población, con derechos civiles, diputados en el Congreso, intendentes, académicos en las universidades y hasta diplomáticos en el servicio exterior. Un árabe musulmán llegó a vicecanciller. ¿Algo semejante ocurre en los países árabes?
Sigo pecando de políticamente incorrecto. Denuncio que ni en el reciente Encuentro de Annápolis ni en ningún otro Foro se menciona la deuda de los Estados árabes con sus hermanos de Palestina, que sufren porque estos Estados han violado la ecuánime resolución de las Naciones Unidas. Es irritante señalarlo, lo sé. Pero es irrefutable. Muchos países árabes nadan en petrodólares y son responsables de las sucesivas catástrofes cometidas en estos 60 años. Se lavan las manos y sólo exigen soluciones a Israel. En Annápolis volvió a ponerse de manifiesto su fanatismo antisemita. ¿Por qué? Porque no se trata sólo de reivindicaciones territoriales. Aunque algunos aceptan de mala gana que exista Israel, se resisten a considerarlo un Estado judío, como había dispuesto la Liga de Naciones en 1922 y las Naciones Unidas en 1947. Es asombroso, pero siguen empecinados en esta tesitura discriminatoria. La Conferencia Islámica contiene 57 Estados musulmanes y la Liga Arabe 22. Los judíos, en cambio, no tienen derecho ni a uno solo, aunque sea pequeño. La “causa” árabe-musulmana no quiere entender que la historia judía exige un lugar, aunque chico como un mantel, pero con mayoría claramente judía, capaz de tener un puerto donde recibir a sus hermanos caídos en desgracia. Este es, a mi juicio, la testaruda piedra en el zapato que más interferirá en la llegada de una solución definitiva.
Por Marcos Aguinis
Publicado en el diario argentino La Nación el 14 de diciembre
Hace poco tuvo lugar el Encuentro de Annápolis para relanzar las negociaciones árabe-israelíes, con más expectativas que buenos resultados. Para entender mejor esa frustración, propongo un breve recordatorio.
En medio de la persecución nazi un judío alemán se encontró con su agente de viajes, que no era racista. Le explicó su urgencia por huir del país. Convinieron en reunirse durante la noche en la oficina del agente. Se sentaron junto a un enorme globo terráqueo y se dedicaron a identificar los puertos donde podría encontrar refugio. No identificaron uno solo que aceptase con facilidad refugiados judíos. Tras hacer girar la mole varias veces, el cliente le preguntó: “¿No tendría otro globo?”
Esta anécdota responde a una verdad histórica. El 15 de mayo de 1939, pocos meses antes de empezar la guerra, el vapor Saint Louis, con casi un millar de refugiados, zarpó de Hamburgo con destino a La Habana, donde podrían desembarcar con visas transitorias. Pero al llegar a destino, sus esperanzas se trizaron: las autoridades del país habían decidido cancelar el permiso. Entonces la nave enfiló hacia la península de Florida e intentó bajar a sus angustiados pasajeros en Fort Loderdale. Desde la Casa Blanca, empero, había llegado una orden del presidente Roosevelt –¡nada menos que del presidente Roosevelt!– que prohibía el desembarco. Eran indeseables. Entonces el capitán del barco rumbeó hacia la cercana Miami, donde confiaba burlar las guardias costeras. Tampoco lo pudo hacer, porque la decisión presidencial había encendido todas las alertas. Abrumado por la frustración, el patétito Saint Louis regresó a Alemania. Y sus pasajeros terminaron en los campos de exterminio.
No fue el único caso. El 3 de junio de 1939 zarpó el Orinoco, que tuvo la misma mala suerte. Más adelante, el vapor Fralde llegó a Veracruz, México, donde tampoco se aceptó a los refugiados. Los ejemplos siguen.
No voy a ser políticamente correcto. El más repugnante ejemplo –me duele manifestarlo– fue el de Gran Bretaña, un imperio que había recibido el Mandato sobre Palestina por decisión unánime de la Liga de las Naciones, en 1922, con la explícita misión de ayudar a erigir un Hogar Nacional Judío. Esa iniciativa fue saludada con beneplácito hasta por varios líderes nacionalistas árabes, como el rey Feisal de Irak, que agasajó a Jaim Weizman, líder del movimiento sionista.
Pero Gran Bretaña se instaló allí para quedarse. Desde el siglo XIX los judíos ya habían comenzado la reconstrucción del país desolado por la erosión y el abandono, como narran viajeros de la época. Habían contribuido con las fuerzas aliadas en la expulsión de los otomanos. Y pretendían la independencia. Entonces Gran Bretaña amputó dos tercios del territorio y creó el reino hashemita de Transjordania, donde quedaba prohibido que se instalase un solo judío. Los ingleses tienen el nefasto privilegio de haber creado el primer país Judenrein (limpio de judíos), antes de que los nazis se obsesionaran con el tema. Luego, hicieron todo lo posible para obstruir la creación del Hogar Nacional Judío, limitando la inmigración, facilitando el ataque de bandas terroristas y azuzando el enfrentamiento étnico.
Durante la segunda Guerra Mundial los judíos de Palestina compartieron la decisión del Mahatma Gandhi para la India: apoyar a los ingleses y postergar la reivindicación nacional para después de la conflagración. Pero los aliados, pese a esa contribución, no practicaron la reciprocidad: se negaron a bombardear las vías que llevaban a los campos de exterminio y los ingleses cerraron con siete llaves el ingreso de refugiados judíos a Palestina. En 1945, Gran Bretaña creó en El Cairo la Liga Árabe para preservar su influencia en la región.
El Holocausto, en contra de versiones superficiales, no conmovió al mundo. Siguieron cerrados los puertos del planeta para la inmigración judía, pese a los espectros que emergían de los campos de la muerte. El presidente Truman se avino a recibir sólo unos millares de niños. Y Gran Bretaña lanzó otro Libro Blanco para bloquear, casi por completo, el desembarco en Palestina de las frágiles barcazas que llenaban el Mediterráneo con sobrevivientes de la masacre. El Estado judío ya era una realidad a pesar del poder colonial, con ciudades, kibutzim, universidades, teatros, orquestas, caminos, instituciones administrativas y una reforestación febril. Luchaba por su emancipación con uñas y dientes.
En 1947, Londres presentó en las Naciones Unidas el caso de Palestina, que ya le resultaba ingobernable, con la esperanza de ahogar las pretensiones sionistas. Se constituyó una Comisión Especial integrada por países pequeños, de los cuales tres eran latinoamericanos: Guatemala, Uruguay y Perú. Su trabajo minucioso terminó con un Plan de Partición en dos Estados, uno judío y otro árabe, que debían coexistir y mantener estrechos vínculos económicos. Era la primera iniciativa de mercado común, un hito de la historia. Las fronteras de ambos Estados fueron diseñadas con ecuanimidad en base a la distribución demográfica, es decir, un Estado judío donde predominaban los judíos y un Estado árabe donde predominaban los árabes. La mayor parte del territorio desierto fue asignado al Estado judío porque sus habitantes ya demostraban perseverancia para hacerlo florecer.
Pese a que la mayoría de los lugares vinculados con la historia de Israel, marcados en la Biblia, quedaban fuera del Estado judío, la dolorosa iniciativa fue aceptada por el movimiento sionista. Ben Gurión había dicho que se necesitaba un Estado independiente con mayoría judía, aunque “tuviese el tamaño de un mantel”, para que se dispusiera de un puerto donde recibir a las víctimas de persecuciones incesantes.
El 29 de noviembre pasado se han cumplido 60 años de un acontecimiento bisagra de la historia mundial. Las Naciones Unidas, por una mayoría superior a los dos tercios, aprobó la Partición de Palestina. Durante la dramática votación se mantuvo en vilo a gran parte del planeta. Todas las radios estaban encendidas para escuchar el angustiante escrutinio. Presidía la Asamblea el embajador Osvaldo Aranha, representante de Brasil. Cuando finalizó con una categórica claridad, los ciudadanos del inminente Estado judío independiente se lanzaron a las calles para bailar en rondas toda la noche. Pero los Estados árabes profirieron amenazas. Querían abortar ese proyecto: “Habrá una matanza que convertirán en risa las efectuadas por los mongoles”, prometió el secretario general de la Liga. Luego se acuñó la expresión de “arrojar todos los judíos al mar”. El ex Mufti de Jerusalén, Haj Amin El Husseini, que había viajado a lamerle el traste a Hitler y a Ante Pavelic, con quienes se fotografió en Berlín y Zagreb, cumpliría por fin su promesa: concretar “la solución final” en el Medio Oriente.
En estos 60 años han pasado infinidad de horrores, injusticias y desencuentros. Pero se está volviendo a la sabiduría de la Partición votada en aquel inolvidable 29 de noviembre de 1947. Dos Estados para dos pueblos que deben convivir lado a lado, en un territorio que ambos aman y no están dispuestos a abandonar. Si el liderazgo árabe hubiese acatado la resolución de las Naciones Unidas, permitiendo que se proclamase la independencia de un Estado árabe en Palestina, de la misma forma que lo hicieron los judíos, hoy se estarían celebrando también sus 60 años de independencia. Y, más importante aún, no hubieran existido tantas guerras, sufrimiento y desolación. ¿Hacía falta que transcurriesen seis décadas y ríos de sangre para llegar al mismo punto de partida? Es lo que se barajó en Annápolis.
En aquellos años, Gran Bretaña, para no dar tiempo a que los judíos pudiesen prepararse para enfrentar a los Estados vecinos, adelantó su retiro. En lugar de agosto de 1948, lo hizo el 14 de mayo. Los judíos enseguida proclamaron la Independencia de Israel y ofrecieron la paz. Israel no fue el producto directo del Holocausto ni un obsequio de las grande potencias. No existiría si sus habitantes no lo hubiesen edificado y defendido.
Los árabes no querían la independencia de Palestina, sino el exterminio de los judíos. Y atacaron sin piedad. Siria, Egipto y Transjordania apetecían quedarse con trozos de ese territorio, como en efecto aconteció después. La lucha fue impiadosa y los judíos sufrieron el mayor número de bajas de todas las guerras padecidas desde entonces. No tenían ni un solo tanque, ni un solo avión. Sabían que no iban a convertirse en refugiados siquiera, sino en cadáveres. Entonces pelearon con desesperación, espoleados por el recuerdo de las matanzas anteriores. Las potencias se negaban a venderles armas, porque no era buen negocio vender algo a quien pronto terminaría borrado de la faz de la tierra.
Esa conflagración insensata y fanática, no deseada por Israel, finalizó con un Estado judío más amplio que el asignado por la Partición de 1947. En los últimos días del conflicto las tropas israelíes ganaban en todos los frentes, ante el pánico que se produjo en los seis ejército invasores por la heroica resistencia. Los judíos pudieron apropiarse de más territorios, entraron y salieron de la Franja de Gaza y estaban en condiciones de reconquistar Jerusalén Este. Pero llegaron ofertas de paz por parte del rey Abdullah de Transjordania, con quien se reunió en secreto Golda Meir. El gobierno israelí decidió evitarle la humillación de quitarle esa parte de la ciudad. Por desgracia no se firmó la paz porque el rey fue asesinado.
Las fronteras del cese de fuego establecidas entonces no las ha reconocido nadie. Transjordania se apropió de Cisjordania y cambió su nombre por el de Jordania (a ambos lados del bíblico río). Esto fue aceptado y reconocido sólo por Gran Bretaña y Paquistán. Durante los 19 años en que Jordania ocupó Cisjordania, y Egipto la Franja de Gaza, nunca se manifestó el propósito de erigir en esos territorios un Estado árabe independiente.
Cifras de diversos orígenes afirman que se produjeron 400 o 600 u 800 mil refugiados palestinos. ¿No hay responsabilidad de los Estados árabes agresores por esa enorme tragedia? En lugar de recibirlos como hermanos, los encerraron en campamentos inmundos y pidieron una caudalosa ayuda internacional para seguir manteniéndolos en la miseria, el odio y la ilusión del retorno. Para peor, para vengarse expulsaron a cientos de miles de judíos arraigados en Siria, Irak, Egipto, Libia, Yemen, Túnez, hasta convertirse en países Judenrein, como desearon los nazis. Ahora acusan a Israel de limpieza étnica, pero en Israel vive una activa minoría árabe que alcanza el 20% de la población, con derechos civiles, diputados en el Congreso, intendentes, académicos en las universidades y hasta diplomáticos en el servicio exterior. Un árabe musulmán llegó a vicecanciller. ¿Algo semejante ocurre en los países árabes?
Sigo pecando de políticamente incorrecto. Denuncio que ni en el reciente Encuentro de Annápolis ni en ningún otro Foro se menciona la deuda de los Estados árabes con sus hermanos de Palestina, que sufren porque estos Estados han violado la ecuánime resolución de las Naciones Unidas. Es irritante señalarlo, lo sé. Pero es irrefutable. Muchos países árabes nadan en petrodólares y son responsables de las sucesivas catástrofes cometidas en estos 60 años. Se lavan las manos y sólo exigen soluciones a Israel. En Annápolis volvió a ponerse de manifiesto su fanatismo antisemita. ¿Por qué? Porque no se trata sólo de reivindicaciones territoriales. Aunque algunos aceptan de mala gana que exista Israel, se resisten a considerarlo un Estado judío, como había dispuesto la Liga de Naciones en 1922 y las Naciones Unidas en 1947. Es asombroso, pero siguen empecinados en esta tesitura discriminatoria. La Conferencia Islámica contiene 57 Estados musulmanes y la Liga Arabe 22. Los judíos, en cambio, no tienen derecho ni a uno solo, aunque sea pequeño. La “causa” árabe-musulmana no quiere entender que la historia judía exige un lugar, aunque chico como un mantel, pero con mayoría claramente judía, capaz de tener un puerto donde recibir a sus hermanos caídos en desgracia. Este es, a mi juicio, la testaruda piedra en el zapato que más interferirá en la llegada de una solución definitiva.
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