lunes, 21 de abril de 2008

Odisea de un israelí español: capítulo cuarto

Esperanzas
Por Moshe Yanai

Luego del arresto perentorio de papá en diciembre del '40, se hizo lo imposible en Barcelona para que recuperara la libertad. Mamá había contratado a los abogados más indicados. Todos cuidadosamente elegidos por ser fervorosos partidarios del régimen y hasta falangistas, que cobraron jugosos honorarios para ir a Madrid, y volver diciendo que "el expediente está en trámite" y "dentro de poco conseguiremos buenos resultados".

De nada sirvieron. El problema es que nadie llegó a saber de qué se le acusaba. Una persona que jamás se había metido en política, que nunca fue miembro de partido alguno, se había convertido en un enemigo del régimen. En un momento dado se nos insinuó que si lograba conseguir un visado para ir a otro país, recobraría la libertad. Pero a principios de los años cuarenta había en Europa centenares de miles de judíos en situación aún más precaria, y ningún país estaba dispuesto a ofrecerles asilo aunque bien sabían que ello era su última esperanza.

En definitiva, hasta el día de hoy no hemos podido saber la razón de su arresto. Otros judíos no fueron molestados. Pero nadie se sentía tranquilo en aquellos días. Los franquistas se vengaban con creces de los republicanos. Se habían cometido tantas barbaridades en ambas partes de esa calamitosa guerra, que quedaban muchas cuentas por saldar. Y una simple denuncia era suficiente para que el sospechoso perdiera la libertad, y a veces incluso la vida.

En 1943 fue repentinamente puesto en libertad. Aparentemente se trataba de un error; algún funcionario poco eficiente habría cometido una equivocación, y todo lo conseguido fue un mes en casa, tratando de renovar su vida truncada tan brutalmente. Pero nuevamente fue arrestado y esta vez internado en otro campo de concentración, ahora establecimiento carcelario: Nanclares de la Oca. Pero con la diferencia de que los "inquilinos" eran en este caso la hez de la sociedad española: sanguinarios criminales comunes, ladrones de categoría y otros malhechores de similar calaña que cumplían largas condenas. Su situación empeoró apreciablemente. David Blickenstaff, representante oficial en España de las organizaciones de ayuda norteamericanas, y quien era de hecho una suerte de cónsul general para quienes carecían de representación diplomática, visitó este notorio penal franquista y comprobó que los presos eran sometidos a trabajos forzados, y objeto de un trato brutal.


A fines de 1942 corrió por Barcelona el rumor de que había llegado el representante de una organización judía. Nos dijeron que era un emisario de la JOINT llamado Samuel Sequerra, que había instalado su sede en el hotel Bristol. Se trataba de un judío observante de nacionalidad portuguesa, que fue enviado por esa organización para tratar de salvar a los judíos apátridas españoles, y los que llegaban atravesando clandestinamente los Pirineos. Nosotros no teníamos idea de lo que era esa entidad, pero se nos indicó que ayudaba a los judíos, y venía para enviar a Palestina a quienes estaban privados de libertad. Tenía certificados de inmigración de la escasa cuota que las autoridades británicas habían impuesto para el ingreso a ese país, y cada uno valía su peso en oro. Como era natural, fuimos de los primeros en inscribirnos. Y entonces comenzaron las gestiones en serio. Con la promesa de que tenía a dónde ir, Madrid comenzó a aflojar. Sabemos que por una razón inexplicable papá fue considerado enemigo del franquismo durante mucho tiempo más, pero los españoles no querían seguir el ejemplo de los alemanes. No les entusiasmaban los judíos, pero sacaron buen provecho de ellos. Tenemos fundadas razones para creer que considerables fondos judíos fueron a parar a las arcas del Estado Español, a cambio de la vida de esos detenidos, y de los que no fueron molestados.

En nuestro caso, las gestiones avanzaban. Obtuvimos una promesa formal aunque tal sólo verbal y no por escrito como habíamos pedido, de que papá sería liberado para poder embarcarse con nosotros. Esto era lo que se había podido conseguir, y nos aferramos a esa esperanza desesperados luego de tanto tiempo. Mientras tanto, qué hacer con todo el patrimonio tan laboriosamente creado a través de los años. Traspasamos el piso por una suma irrisible, y vendimos todo lo que teníamos por unas pesetas. Y así emprendimos viaje hacia lo desconocido, hacia una Palestina de la que nada sabíamos. Llegó el día de la partida. En la estación central de Barcelona se aglomeró lo que parecía ser un enorme gentío. Era algo sorprendente: pareciera que toda la comunidad judía había llegado para despedirnos. Éramos varios centenares de personas y viajábamos en tren especial. Los últimos abrazos de despedida y el convoy se preparó a marchar. Entonces, como por encanto se escucharon las estrofas de una canción, de letra incomprensible, pero que algunos comenzaron a entonar visiblemente emocionados. Sólo después supimos que era "Hatikvá" (Nota: pulsa sobre las palabras en azul para descargar el Himno) "La Esperanza", la que ardía en todos los corazones, para lograr un futuro mejor. Y la melodía que debería convertirse en el himno nacional de Israel.

Después de una breve estada en Madrid, en donde se agregaron otros refugiados, reanudamos el viaje hacia el sur. Nuestro destino era Cádiz, en donde nos alojaron en un modesto hotel. Mi padre y otros detenidos, entre los que figuraba mi tío Alberto Adjiman, no habían llegado todavía. Pero arribaron unos días más tarde, y su llegada fue acogida con un gran suspiro de alivio al ver que se cumplía la promesa. Venían escoltados por policías armados, y debían ser internados en el presidio local. Sin embargo el jefe de la policía local quedó convencido que nadie pensaba escapar: ¿lo harían cuando tenían la libertad prácticamente al alcance de la mano? De cualquier manera la cárcel estaría llena de enemigos del régimen así que posiblemente no sabía siquiera dónde encerrarlos. Solucionó el problema al muy generoso modo como a veces obran los españoles: permitió que todos los presos se unieran a sus familias, a condición de presentarse dos veces por día en la comisaría. Se les había entregado una suerte de certificado de residencia por una semana, entonces no era conveniente estar sin documentación. Transcurrieron unas jornadas bien apacibles en esa hermosa ciudad gaditana. Nuestro barco llegó de Lisboa y eventualmente zarpamos hacia fines de enero. Rumbo a Palestina, camino a lo desconocido. Desde el puente vimos cómo nos alejábamos de las costas españolas. Para mí tal vez era doloroso separarme del país en que nací, pero me sentía animado por el hecho de que mi papá hubiera recuperado la libertad, la familia se había reunido. Y emprendíamos un viaje a donde no imperaba la dictadura; la gente era libre. Por lo menos eran éstos los pensamientos que discurrían por mi mente adolescente. Ya no "Cara al sol con la camisa nueva", como decía el estribillo falangista, sino "Cara al sol hacia un destino que ofrecía nuevas esperanzas".

Aliados Enemigos


Pasada la primera impresión de la llegada a Haifa, se acercó al barco una lancha con una gran bandera inglesa flameando al viento. Todos comenzamos a aplaudir y vitorear, puesto que para nosotros esa insignia era un símbolo de democracia y libertad. Los marinos británicos quedaron un tanto sorprendidos, pues no acostumbraban ser recibidos en forma tan cordial. Todo por el contrario, la población judía, el yishuv, estaba abiertamente contra ellos. Y los militares ingleses eran el blanco de los extremistas que los acosaban incesantemente.

Palestina era entonces una colonia británica, que en virtud de la Declaración Balfour de 1917, había sido prometida como "hogar para el pueblo judío". Si bien inicialmente el mundo árabe no se opuso, con el tiempo los extremistas comenzaron a presionar para que no se cumpliera la promesa. Es tierra árabe, exclamaban, y comenzaron a presionar sobre Londres. El Foreign Office, que ha sido tradicionalmente pro-árabe, hizo lo imposible para que se "postergara" el cumplimiento de lo prometido, y se obrara de modo tal para que en última instancia no se concretara. Consecuentemente, las autoridades británicas proclamaron el llamado "Libro Blanco", en virtud del cual comenzaron a obstaculizar la colonización judía, prohibieron la venta de tierras y cerraron las puertas del país a la inmigración judía, instaurando un régimen de cuotas que la limitaba mayormente. Ello dio lugar a un movimiento de protesta político que encabezaron el conocido científico Dr. Haim Weizmann y el fogoso dirigente laborista David Ben Gurión.
Simultáneamente, se crearon varias organizaciones de autodefensa judías para hacer frente a los embates del populacho árabe, que atacaba las nuevas colonias, asesinaba a campesinos judíos, y emboscaba el tráfico por carretera. Y lo hacían con relativa impunidad, ya que las autoridades británicas dejaban en sus manos la tarea de intimidar a la población judía y, por lo tanto, desbaratar todos los planes de crear ese "hogar" que tanto les había complicado sus relaciones con los países árabes. Porque estos últimos eran mucho más influyentes que ese puñado de idealistas judíos descarriados, que pretendían crear un Estado para un pueblo que, de cualquier modo, ‑pensaban- se estaba extinguiendo. Y no se debe olvidar que para aquel entonces Arabia Saudí era ya un principal productor de petróleo. Por el contrario, Israel nunca ha sido un país productor de crudo. De hecho, siempre ha carecido de riquezas naturales, y hace un siglo era un páramo dejado de la mano de Dios, habitado por indigentes felajim árabes y tribus de beduinos que, para decir la verdad, además de obtener un escaso rendimiento del desierto se dedicaban más bien a asaltar los caminos. Estas circunstancias le han restado al país la influencia que hubiera podido tener en el ámbito internacional, sobre todo en los primeros años de su existencia.

Precisamente en el día en que llegó el "Nyassa" a Haifa, se había agravado la situación. Etzel, las iniciales en hebreo de "Organización Militar Nacionalista", una de las tres agrupaciones clandestinas judías, había decidido poner término a la tregua impuesta por la moderada Haganá, que había cesado sus actividades militares contra el régimen británico siempre y cuando lucharan con un enemigo común aún más sanguinario: el nazismo. Pero a fines de 1943 Menahem Begin asumió el mando de la organización, e inició el "Mered", o la revuelta. Leji, (Combatientes por la Libertad de Israel), la tercera organización y la de menor tamaño que era aún más extremista, nunca interrumpió sus operaciones contra la potencia mandataria.

Luego de fondear en Haifa, el barco amarró y bajamos a tierra. El puerto no parecía diferente de cualquier otro, pero los estibadores árabes iban vestidos con sus pintorescas prendas orientales. Aún desde lejos ya se percibía un olor desagradable, que con el tiempo descubrimos que no era otro que el de la mugre de quienes no tenían noción de lo que era la higiene personal. Y también percibíamos que el ambiente era totalmente diferente. Escoltados por soldados armados nos hicieron subir a toscos autobuses, y algunas mujeres se acercaron para decirnos algo en una lengua incomprensible. Nos hablaban sonriendo y con otros gestos de bienvenida en el hebreo renacido que nadie entendía. Y nos ofrecieron naranjas y una suerte de turrón al que llamaban jalva.

Comenzamos a viajar y una hora más tarde llegamos a un campamento militar. Guardias por todas partes, altas vallas con rollos de alambre de púas en lo alto que impresionaron tan severamente a quienes acababan de recobrar la libertad. Habíamos arribado al campo militar de Atlit, el centro principal de recepción de inmigrantes del país. Lo primero que hicieron, fue separar a los varones de las mujeres. Nos instalamos en largos barracones, como en los campos de concentración. Eso de por sí ya creó confusión y cierto recelo. A qué se debía ese tratamiento tan poco cordial. Aunque el ambiente estaba cargado, los optimistas estimaban que se debía a una norma que debía ser cumplida. Nos aseamos y los mayores fueron objeto de largos interrogatorios. Aunque eran inmigrantes legales, las autoridades sospechaban de todo judío que ingresara en el país. Nosotros, los niños, fuimos llevados a una amplia sala en donde nos esperaba un grupo de mujeres, que nos examinaban de pies a cabeza. Eran las primeras israelíes con las que tuvimos un contacto personal. No lo sabíamos entonces, pero entre ellas figuraba Henrietta Szold, la gran dirigente sionista que era entonces presidenta de Aliyat Hanoar, la organización de inmigración juvenil. Una dirigente de gran temple, estadounidense de nacimiento, que fue miembro del Comité Ejecutivo del yishuv y logró salvar a miles de niños del exterminio. Nos explicaron que como nuestros padres tendrían que alojarse temporalmente en el Beit Olim, la Casa de Inmigrantes, era preferible que fuésemos a un internado en donde aprenderíamos el idioma, para luego proseguir nuestros estudios.

Como es obvio, el desconocimiento del hebreo era el principal obstáculo para integrarnos en el nuevo ambiente. Nadie nos había preparado para adquirir siquiera los conocimientos más elementales. En Barcelona no había escuela judía, y como ya se ha dicho, frecuentábamos los establecimientos escolares comunes.

domingo, 13 de abril de 2008

Odisea de un israelí español: capítulo tercero

De Bursa a Barcelona
Por Moshé Yanai

Mi papá nació en los albores del siglo XX en el seno de una humilde familia judía sefardita de Turquía de apellido Palombo, y su madre ostentaba un nombre poco común entre los judíos: Sagués, que parece ser de origen catalán. Vio su primera luz en Bursa, y como todo niño judío fue al talmud torá local para aprender sus primeras letras en hebreo.

Se destacó en los estudios y sus maestros le anticiparon un futuro muy prometedor, tal vez como rabino o estudioso de la comunidad. Sin embargo, la familia era demasiado pobre para costear sus estudios, y no dieron resultado todos los intentos para encontrar quien lo hiciera. Así fue que a temprana edad tuvo que dejar de aprender y ponerse a trabajar. La situación económica del país era muy precaria y la clase obrera a duras penas se podía ganar el sustento.

Bursa, antes llamada Brusa, no era entonces la gran urbe de 600.000 habitantes que es hoy, aunque ya contaba con importantes industrias de sedería y tapices. Había sido muy afectada por las guerra griego-turca del 1920, que concluyó con la derrota de las fuerzas invasoras, y la expulsión masiva de la numerosa población griega en Anatolia. Se sabe que tenía una comunidad judía desde el siglo II, la que creció considerablemente con la llegada de numerosas familias de expulsados de España: los llamados sefarditas o sefardíes. En 1890 la ciudad contaba con unos 5.000 judíos y, como en el caso de todas las minorías de ese país, los hebreos debían cumplir con el servicio militar. Pero para todos ellos, ya fueran judíos, griegos o armenios, implicaba de hecho realizar trabajos forzados en algún remoto lugar de Anatolia. Todos ellos, y en especial los judíos, no eran considerados leales a la nueva Turquía de Kemal Ataturk como para que se les pudiera confiar armas de fuego, sino que eran enviados a regiones inhóspitas para trabajar con picos y palas bajo un severo régimen de virtual servidumbre.

Las terribles condiciones de ese presunto servicio militar, hicieron que muchos jóvenes judíos emigraran para huir de semejante infierno que había cobrado tantas víctimas. En su mayoría buscaron mejorar su difícil situación socioeconómica emigrando a América del Sur, en donde se integraban con mayor facilidad por saber una suerte del castellano que es el ladino, la vieja jerga judeoespañola. Mi papá, y luego su hermano Marco, prefirieron viajar a Barcelona, a donde llegaron a principios de los años ’20 del siglo pasado. Por haber salido ilegalmente de su país y penetrado de algún u otro modo en España, carecían de documentación, pero pensaban que ese “pequeño inconveniente” se solucionaría con el tiempo. Los hechos demostrarían las penosas consecuencias que ello tendría más tarde. Mientras tanto, emprendedores y ansiosos de crearse un futuro, comenzaron a trabajar como vendedores ambulantes. Compraban su mercadería en la ciudad y viajaban a los pueblos del interior de Cataluña, para venderla a los payeses. Cuánto más remota fuese la aldea elegida, mejores posibilidades había de hacer negocio. Eran precisamente los parajes menos accesibles, los que ofrecían las mejores posibilidades. Así primero en tren y luego montado en alguna carreta o hasta a lomo de burro o de alguna caballería, llegaban esos hacendosos inmigrantes a lugares remotos, y cautivaban a la gente del campo con las cosas que ofrecían y, en especial, por la habilidad con que presentaban su mercancía. Mi padre pronto comprobó que el castellano que había empezado a aprender ya no era suficiente. Sus clientes estaban acostumbrados a hablar en catalán, y si bien tenían cierto conocimiento del español, lo hablaban mal y no siempre lo comprendían. De modo que comenzó a aprender el catalán hasta que llegó a dominarlo tan bien como el español. Cuando un ambulante que se decía llamarse José Palomo Sagués, se expresaba con tanta soltura en su idioma, los reticentes hombres del campo estaban más dispuestos a considerar las ofertas de quien había llegado de la lejana Barcelona con objetos tan llamativos y, en especial, la ropa que encantaba a las mujeres.

Con diligencia, insistencia y poniendo buena cara incluso al mal tiempo comenzó, pues, a crearse una clientela, que ya esperaba su visita programada en fechas fijas. Claro que las semanas antes de Navidad eran la mejor época; mientras que en el verano, por ejemplo, los campesinos estaban demasiado atareados con sus faenas agrícolas para prestar debida atención al vendedor. Pero en general los ingresos aumentaban y las perspectivas no eran malas. El payés catalán estaba mucho mejor que el de otras regiones, tenía mayores ingresos y disponía de un poder adquisitivo desconocido en otras partes. Y apreciaba a un comerciante que le vendía mercadería a precios razonables y hasta a crédito, y no trataba de estafarlo como lo intentaban otros.

Así se ganaba la vida, penosa y honradamente. El aspecto social y familiar ya era harina de otro costal; se planteaban problemas de toda índole. Para este apreciable número de jóvenes judíos de los Balcanes y, en especial de Turquía, instalados en Barcelona eran escasas las posibilidades de crear una familia. No había en la pequeña comunidad judía casi jóvenes casaderas, y contraer matrimonio con alguna muchacha cristiana implicaba sacrificar la identidad tan duramente mantenida durante siglos. Como vástagos de familias religiosas, los jóvenes turcos se reunían socialmente y, desde luego, acudían a la sinagoga para celebrar las principales fechas del calendario judío, como Rosh Hashaná (el Nuevo Año Judío) y, en especial, Yom Kipur, el Día del Gran Perdón. En Pésaj solían recibir matzot (el tradicional pan ácimo de la Pascua) de Francia, y se reunían para compartir el Seder, la comida festiva pascual, que recuerda el Éxodo de Egipto. Pero generalmente no solían ser ortodoxos, sino que respetaban las tradiciones traídas del hogar paterno.

Visitante
Un buen día un amigo de José recibió la visita de su hermana de Turquía. Era una profesora diplomada de francés en Estambul y había venido a Barcelona para visitar la Exposición Universal allí celebrada en 1929. Aunque no era particularmente joven, su llegada no pasó desapercibida; más bien, fue recibida con mucha cordialidad. Su hermano Alberto le dijo que no volvería a su país de origen: como soltera era un partido que se disputarían muchos jóvenes judíos de la ciudad. Además, ya sabía con quién habría de relacionarse: un judío turco procedente de Bursa, su amigo José Palomo, por todos conocido como Pepe. Las atenciones de sus correligionarios y el ambiente occidental de la ciudad convencieron a mi futura madre que allí podría labrar su futuro. La turista que se convertiría en residente permanente había tenido una instrucción occidental, habiendo estudiado en la Alliance Universelle Israélite, que en el Levante era la fuente que difundía la cultura francesa, a la sazón modelo del progreso. Desde luego, Barcelona era muy diferente de la oriental Estambul, para ella todavía la Constantinopla de un lejano pasado bizantino.

Fortunée Adjiman contrajo nupcias con Josef Palomo en una modesta ceremonia oficiada por el rabino sefardí de Barcelona en febrero de 1930. El nuevo matrimonio se instaló en un modesto piso en Sans, y fue en ese barrio barcelonés que vi mi primera luz, en un difícil parto en la que intervino una comadrona que poco o nada sabía de medicina. Mi madre quedó hasta tal punto malparada, que no pudo tener más hijos. El embrión que debía ser mi hermana falleció en el quinto mes de gestación, y de ese modo quedé como hijo único de ese matrimonio turco integrado en la pequeña comunidad judía que había entonces en Barcelona. De hecho, figuraban entre los primeros judíos establecidos en la península Ibérica después de la expulsión de 1492.

Poco después mi familia se mudó a un amplio piso en la calle Campo Sagrado, situado en lo que era entonces un barrio de la clase media. En comparación con nuestro domicilio anterior, se trataba de un lugar céntrico, que por una parte tenía el famoso Paralelo con sus cafés, cines y teatros de variedades, y por el otro la aristocrática Plaza de Cataluña, desde la que partía el todavía más elegante Paseo de Gracia, en donde se alzaban suntuosos edificios como el famoso La Pedrera diseñado por Gaudí. Las ocho habitaciones del nuevo piso eran para dividirlas en hogar y taller. Era un lugar agradable, junto a la esquina con la Ronda de San Pablo y el famoso Mercado de San Antonio con el anexo de los Encantes a pocas manzanas. Lugar muy concurrido, con varias líneas de tranvías que en aquellos tiempos era el principal medio de locomoción y el colmo del progreso. Y en la esquina había una fuente pública, que se puede ver hasta el día de hoy, a la que íbamos frecuentemente en los meses estivales, para traer a casa en un cántaro el agua fresca de la montaña que de allí manaba. Se ha de recordar que en esa época la nevera era un artículo de lujo del que pocos podían gozar.

Mientras tanto, mi padre dejó de ser vendedor ambulante y se convirtió en fabricante de corbatas. En aquella época era inadmisible que un hombre, de cualquier condición social que fuera, no llevara esa prenda, pero su precio era caro y a veces, exorbitante. De modo que tuvo una idea para propiciar el negocio: fabricación en gran escala que redujera los gastos y permitiera abaratar la mercadería. Mi papá se encargaba de cortar las telas y las entregaba a las obreras que se las llevaban a casa para coserlas. Volvían flamantes, en un sinfín de colores y dibujos, según la moda de entonces. Muchos amigos de papá, convertidos en ambulantes, pasaban por las arterias más céntricas de la ciudad llevando las corbatas en el brazo y gritando “A peseta”. Aún para entonces era precio de ganga. Las ventas aumentaron considerablemente y parecía como si la idea hubiera conquistado el mercado. Recuerdo que incluso se llegó a vender esa mercadería a las colonias, no sólo al Marruecos español sino también a Río Muni (Guinea Continental) y Fernando Poo. Mientras tanto, mi tío se había establecido en Madrid, y regentaba la sucursal que Manufacturas Palomo y Adjiman tenía en la capital. Desde luego, la idea afectó a muchas tiendas de la ciudad, y parece ser que entre los comerciantes había algunos que le guardaban rencor por la competencia que le hacía. Tal vez ese fue, en última instancia, el principal factor de su incomprensible arresto.

La Guerra Civil
La vida seguía su curso normal, aunque el país estaba sufriendo los altibajos de una seria situación sociopolítica. Para decirlo en breve, las cosas no andaban bien. En aquella época la principal fuente de noticias eran la prensa y la radio. Papá solía leer asiduamente el diario, y escuchaba sobre todo la emisora EAJ-15 (Nota: El autor se refiere a Radió Associació de Catalunya), que emitía en catalán. Las informaciones era cada vez más preocupantes: la derecha católica y tradicionalista deseaba poner término a una república tambaleante, en las que fuerzas liberales no podían llegar a un común denominador, ni siquiera a una tolerancia mutua. La Iglesia insistía en su pretensión dominante, enfrentándose contra un anticlericalismo militante, mientras que a ojos de la burguesía la sombra del comunismo parecía acechar por doquier.

El 18 de julio estalló la sublevación militar de Franco. Tenía entonces apenas seis años cuando, oculto tras los visillos de la sala que hacía las veces de taller, trataba de ver desde el piso principal donde vivíamos lo que ocurría en la calle. Se escuchaban disparos y hasta nosotros llegaba el desagradable olor de los incendios, provocado por la quema de las iglesias. Me estaba terminantemente prohibido salir siquiera al balcón; Barcelona hacía frente a los efectivos militares revolucionarios; las fuerzas de la Generalitat, apoyadas por los guardias de asalto y columnas de obreros movilizados por los sindicatos, luchaban con inusitada valentía. En toda la ciudad se habían erigido barricadas para resistir los ataques de las fuerzas rebeldes. Luego pasaron de la defensa a la ofensiva. Finalmente, dos días más tarde el general Godoy, llegado de Mallorca para asumir el mando de los efectivos sublevados, se entregaba a las fuerzas leales a la República. Barcelona quedaba bajo el control de la República y la Generalitat.

La guerra también nos afectó. Papá, como patrón y pequeño industrial que era, en teoría estaba del otro lado, por ser una persona con ciertos medios. Pocos días después de la revolución llegaron representantes de los gremios obreros de tendencia troztiska, que se proponían incautarse de los bienes de nuestra familia, considerada burguesa. Pero papá tenía amigos que militaban en la izquierda, y con su intervención se pudo paliar lo que tenía que ser una clásica "requisición", con las serias consecuencias personales que ello hubiera podido tener. Sin embargo, el negocio fue colectivizado, las costureras empleadas a destajo formarían parte del personal permanente, y como tales pasarían a instalarse en el taller; es decir, en nuestra casa. Por otra parte, se había creado una situación poco propicia para el negocio; ya no estaba de moda ponerse corbata, era símbolo de la burguesía que la izquierda combatía con tanto ahínco. Por lo tanto, papá cerró su pequeño taller, compensó a las obreras y abrió un nuevo negocio alquilando una tienda en una calle próxima. Se convirtió en mayorista de diversos artículos de cuero así como de perfumería. Los tiempos eran difíciles, pero las relaciones comerciales creadas en el pasado le sirvieron para mantenerse a flote.

Mientras tanto, la guerra civil hacía estragos. No sólo el país estaba dividido, enfrentado en una lucha fraticida horrorosa, sino que la vida se había hecho muy difícil. Escaseaban los artículos comestibles de primera necesidad, y todo había sido racionado. Cataluña pasaba hambre. Las noticias eran alarmantes, la guerra se prolongaba y los sublevados ganaban terreno, mientras que el lado republicano sufría una derrota tras otra. Bien recuerdo que en muchas ocasiones papá me enviaba al quiosco próximo para comprar su diario preferido, “La Vanguardia”.
Lo más sorprendente es que un mocoso como yo, que debía tener apenas siete años, se entretenía leyendo los títulos de las principales noticias mientras volvía a casa. Sencillamente, su lectura me interesaba, aunque seguramente poco sería lo que comprendiese. Desde entonces, la prensa ha tenido para mí una atracción particular, y ha sido mi principal elemento de trabajo: la revisión de los diarios y la traducción y el análisis de la actualidad. Llegaría un día en que me dedicara al oficio de periodista, y me encargaría de redactar en Israel la primera publicación en castellano. A propósito, este semanario llamado “Aurora”, se publica en Tel Aviv hasta el día de hoy, más de cuarenta años luego de su fundación.

Mientras tanto, llegaron los bombardeos: la aviación italoalemana atacaba los centros urbanos para crear el pánico y desmoralizar a la población civil, el puntal de las fuerzas que luchaban en el frente. Los Stukas alemanes se entrenaban para futuras operaciones militares. Su acción era espeluznante: primero se escuchaba el zumbido de los aviones, luego generalmente sonaban las sirenas y poco después el ambiente se estremecía al oírse el estruendo del avión que descendía en picado para lanzar sus bombas y remontarse luego a las alturas. La explosión de los mortíferos proyectiles conmovía el ambiente, y hacía temblar las casas. Por lo general la gente se refugiaba en los sótanos o, si había una estación de metro cercana, solía bajar a ella e incluso pernoctar allí. Como lo harían más tarde los londinenses en la II Guerra Mundial.

Recuerdo como si fuera hoy una mañana en que estaba solo en casa. Corría el mes de enero de 1938. Mi madre había bajado a hacer compras y mi padre estaba en la tienda. No había ido a la escuela, ya que era peligroso salir a la calle, sobre todo en uno de esos días de tan intensos bombardeos. Desde luego, ni en casa ni en el colegio había refugios. Una alarma seguía a la otra. Las explosiones se escuchaban claramente, y a veces demasiado cerca. El edificio temblaba una y otra vez, a veces caían trozos de argamasa del techo. Parecía como si fuera el fin del mundo. De algún modo me pude contener, aunque confieso que estaba sumido en el pánico. En un respiro de los ataques llegaron simultáneamente mamá y papá. Afortunadamente, estaban a salvo. Papá relató que sobre el edificio en donde trabajaba cayó una bomba, hizo un boquete en la azotea sin estallar y su caída fue detenida por una cama, matando al hombre que había insistido en seguir acostado. Ello habría amortiguado de algún modo la caída, y la bomba no estalló. En caso contrario, seguramente todo el edificio se hubiera desplomado.

El 17 de marzo de 1938 fue un día fatal para Barcelona: los bombardeos se sucedían uno tras otro desde la noche anterior, y habían causado múltiples víctimas y serios daños materiales. La aviación italogermana atacaba la ciudad indiscriminadamente; no se trataba de destruir algún que otro objetivo militar, sino de crear el caos en la capital catalana. El desalmado operativo tuvo éxito: cundía el pánico por doquier y se produjo un éxodo masivo hacia fuera de la ciudad. Las estaciones de ferrocarril se vieron abarrotadas, y era muy difícil incluso llegar a los andenes, de cualquier modo colmados de familias que habían buscado refugio. Muchos barceloneses fueron caminando hacia los alrededores del cinturón urbano para instalarse y pernoctar al descampado; muchos otros buscaron refugio en los pueblos de la provincia, que generalmente no eran atacados.

Mis padres prepararon algo de ropa y otros efectos indispensables, tomamos las maletas y salimos de casa. Las calles estaban llenas de gente que aterrorizada buscaba donde refugiarse. Pocas eran las líneas de tranvías que todavía funcionaban, aquí y allí se veían los destrozos causados por los bombardeos. Tuvimos que ir a pie hasta la plaza Cataluña en donde estaba la estación del ferrocarril eléctrico, que llegaba hasta Terrassa y Sabadell. No había modo de bajar siquiera a los andenes; estaban colmados de un gentío alocado, y sólo los más fuertes lograban subir a los trenes que, afortunadamente, seguían su trayecto regular entre una y otra alarma. De algún modo seguimos caminando hasta llegar a la próxima estación, que era la de la calle Muntaner. Pronto comprobamos que los convoyes pasaban sin parar: estaban repletos. Entonces subimos a un tren que regresaba a Barcelona; no éramos los únicos en hacerlo, al llegar nos quedamos y de algún modo pudimos retener nuestros asientos ante la turba que se abalanzó como una riada sobre los vagones medio vacíos.

Bajamos en Rubí, a la sazón un pequeño pueblo, a una veintena de kilómetros de Barcelona. Allí vivía un conocido de papá, que había sido vendedor de corbatas, y se había convertido en propietario de una pequeña granja. Nos recibieron con la cortesía habitual de los catalanes, y pudimos estar unos días con ellos. Más tarde, como muchos otros barceloneses allí refugiados, alquilamos un pequeño apartamento en el pueblo. Habíamos podido escapar de los horrores de los bombardeos, y aunque la situación no era fácil y se pasaba una época de privaciones y hasta de hambre, por lo menos gozábamos de cierta tranquilidad.

Papá solía trasladarse cada día a Barcelona para visitar nuestro piso y tratar de hacer algo en su negocio. Desde luego la actividad comercial estaba muy restringida; se compraba únicamente lo esencial y poco interés había por la mercadería que ofrecía. Vivíamos de hecho con los ahorros de tiempos mejores, esperando que se aclarara la situación. Mucha otra gente estaba todavía en condiciones peores. Es sabido que en aquella época cundía el hambre en Cataluña, faltaba de todo ya los abastos no podían satisfacer las necesidades de la población. Florecía el estraperlo, y para adquirir alimentos era necesario pagar el doble y hasta el triple de su precio normal a los especuladores, que hacían su jauja a costa de la guerra. Es cierto que estando como estábamos en un pueblo nuestra situación era mejor, pero no en mucho. Como en las ciudades, también allí faltaban artículos esenciales como pan, arroz, azúcar, aceite y harina. Las mongetes o sea judías y los garbanzos también se habían convertido en productos de lujo, y conseguirlas no era fácil.

Mientras tanto, habíamos establecido relaciones con otras familias refugiadas de Barcelona, entre ellas una de evidente categoría de apellido Pellicer. Era un conocido abogado de la Ciudad Condal y se veía que tenía cierto abolengo. En ocasión de mi cumpleaños (tenía entonces ocho años) se invitó a todos los amigos a una reunión. En el destartalado fogón que había en la cocina se prepararon unos garbanzos cocidos, que era un artículo que aún se podía encontrar. Se improvisaron otras “viandas” que en tiempos mejores no hubiéramos siquiera considerado, y resultó ser una fiesta muy agradable en la que reinó un ambiente muy cordial y, lo que es más importante, nadie quedó hambriento, lo cual no sucedía cada día. Recuerdo todavía como los que llegaban se excusaban porque traían como regalo alguna que otra chuchería que era todo lo que se podía conseguir: alguien me compró una pequeña caja con lápices de colores que más bien raspaban el papel que lo coloreaban, pero eso realmente me encantó. Recuerdo que la conversación de sobremesa fue animada; se habían tomado algunas copas del vino local, lo que había levantado los ánimos. En un momento dado surgió una seria discusión: no, no se hablaba de la guerra, ni de posiciones políticas. El problema parecía ser de particular importancia, porque la controversia peligraba convertirse en todo un altercado… Aunque pareciera una anomalía, el tema tan discutido era… cómo escribir la palabra "lejía". ¡Qué tozudos se mostraban los dos bandos! Era una cuestión de honor que les había complicado en tan acalorada discusión. Unos decían con “ge”, mientras que otros insistían en la “jota”. Como nadie tenía un diccionario, el interrogante quedó insoluble. Desde entonces he sabido con certeza el modo correcto de escribir ese término; era algo que no podía olvidar. Incluso podría decir, mi mejor regalo de cumpleaños. Por un momento se habían olvidado los horrores de la guerra. Porque al final se decidió, de común acuerdo, borrar ese término de nuestro vocabulario personal. Ya no era lejía, era aguardiente para la colada… Y todos contentos.

Desde luego no iba a la escuela. Los colegios rurales estaban repletos, faltaban los maestros movilizados y de cualquier modo parece ser que el nivel era tan bajo, que muy poco era lo que hubiera podido aprender. Pasé una época de soledad, porque los chicos del pueblo no miraban con simpatía a uno de esos "refugiados altivos" que habían llegado de la gran ciudad. En aquel entonces Rubí era una pequeña localidad, cuyos habitantes se dedicaban en su mayoría a la agricultura. Es decir, estaba poblado por el tradicional payés catalán, un tanto retraído al trato con los extraños. Es cierto que con el tiempo me hice algunos amigos, sobre todo entre los niños llegados de la ciudad, pero de todos modos la situación social no era ideal para un chico que no fuera del pueblo.

Después de mi cumpleaños que cae a mediados de diciembre, comenzaron a llegar alarmantes noticias sobre la guerra: los nacionalistas estaban ganando batalla tras batalla, y cada día que pasaba se acercaban más. Hasta que un día llegaron a Rubí. No recuerdo que hubiera lucha, las tropas de la República se retiraban prácticamente a la desbandada. Un día vimos como huían precipitadamente quienes con tanta razón temían la represión de los fascistas, y al día siguiente aparecieron las tropas nacionales. Lo primera cosa que hicieron (además de arrestar a todos los "rojos" que se habían quedado) fue celebrar una misa de campaña, y a nuestra gran sorpresa, casi todos los barceloneses allí refugiados hicieron acto de presencia. Me impresionó particularmente ver a las mujeres yendo al oficio cubiertas con la tradicional mantilla; parecía ser el símbolo del nuevo régimen. Seguramente algunos querían demostrar de ese modo su afinidad con el otro bando, pero se puede suponer que entre ellos figuraban no pocos adherentes del nacionalismo franquista. Nosotros como judíos, mantuvimos la mayor discreción: desde luego que no concurrimos al acto, que reunió a un gran público, y mis padres se quedaron temerosos en casa. A insistencia mía me dejaron salir, no podía quedarme en casa y estaba muy animado por la novedad que había roto el tedio de mi existencia; me pasé todo el día fuera, mirando a los soldados y su armamento y contemplando desde lejos una ceremonia que para mí era toda una novedad: una misa celebrada al aire libre. La iglesia ya no existía; los devotos habían tenido que mantener su fe en secreto. No olvidaré la preocupación con que me recibieron mis padres cuando regresé tan tarde: temían que me hubiera ocurrido algo. Unos días más tarde regresamos a la Barcelona que se había entregado sin lucha alguna. Con la conquista de la capital catalana, la dictadura de Franco afianzaba su dominio sobre toda España.

Una de las primeras cosas que hicieron mis padres fue inscribirme en la escuela. Ya tenía ocho años cumplidos y poco había podido aprender durante la época de la guerra; ahora trataba de recuperar el tiempo perdido. Nadie conocía mi identidad y era uno de los tantos alumnos, pero alguien que se veía forzado a ocultar su fe. Desde luego entre las materias de estudio figuraba en primer término el catecismo y las materias "patrióticas", en la que se ponía especial atención a señalar las virtudes del nuevo régimen, y en elogiar la figura de quien había librado al Estado Español del peligro comunista y judeo masónico. Debía de tener entonces unos nueve años, y no era precisamente el alumno más popular de la clase. Las circunstancias me habían convertido en un niño más bien retraído, que rehuía la popularidad y trataba de pasar desapercibido en un panorama que, de hecho, le era hostil. Cada vez que se hablaba con tanto odio del comunismo judío, me estremecía en mi fuero interno. Pero aprendí a disimular y parecer ser que nadie se habría cuenta que hubiera alguien de esa ascendencia tan denigrada.

Como todos los demás asistía puntualmente a los ritos católicos. De vez en cuando los alumnos formábamos filas e íbamos a la iglesia. Con toda la devoción que se nos exigía, asistíamos a la misa y escuchábamos los sermones de los sacerdotes. Una vez llegamos los alumnos de varios colegios del llamado barrio de Pueblo Seco a uno de esos templos. Como de costumbre, trataba de figurar entre los rezagados, aunque eso no siempre era posible. El niño que yo era de algún modo comprendía que cuanto más inadvertido pasara, mejor estaría. Se hizo el silencio en el templo. Un sacerdote subió al púlpito y habló largamente sobre una de las tantas festividades católicas, refiriéndose a la personalidad del santo cuya fecha se cumplía: tal vez fuera la fiesta de San José que se celebra en marzo. Acabado su sermón preguntó si alguno de los niños estaba dispuesto a subir al púlpito para mencionar un ejemplo adicional relacionado con su relato. Imperó el silencio, nadie se atrevía. Me quedé asombrado cuando mis compañeros de clase me instaron a que subiera; ni siquiera había prestado debida atención a lo escuchado. Nuestro maestro, con faz dominante y severa actitud, me instó a que diera el ejemplo. "Mauricio, va allá", me dijo perentoriamente. Me obligó a alzar la mano, y entonces ya era tarde para cualquier retirada. Me empujaron hacia delante, mientras que otros niños se hacían a un lado para dejarme pasar. Estaba en verdadero trance, no sabía bien lo que hacía. Precisamente yo, un judío entre tantos buenos cristianos; era inaudito, como para no creerlo. Comencé a subir la escalera de caracol que llegaba al púlpito. No tenía la menor idea de lo que iba a decir. El sacerdote me recibió con una sonrisa genial: eso en algo logró tranquilizarme. Pero al ver la masa que tenía abajo, y que me contemplaba con tanta expectativa, me sentí desfallecer. De algún modo comencé a hablar; siempre he tenido voz sonora y cierta facilidad de palabra, de modo que al empezar comenzaron a afluir las frases. Confieso que hasta el día de hoy nada recuerdo de lo que dije, pero parece ser que me expresé como pude, creo haber hablado coherentemente; de otro modo no se explica que al bajar y reunirme con mi grupo, mis compañeros me recibieran con tanto afecto, y el maestro, un tal Caetano de origen andaluz que era falangista, se mostrara tan satisfecho. Nuestra clase había ganado puntos al haber sido uno de sus alumnos el que comentó el sermón. Pero yo estaba cohibido y hasta resentido. No, no me sentía satisfecho. Me habían obligado a decir algo en lo que no creía… Hoy en día, después de tantos años, recuerdo este increíble episodio con una sonrisa a flor de labios. Salí bien parado de un percance que hubiera podido tener malas consecuencias. Además, si lo hubieran sabido…

No estuve en una sola escuela; pareciera como si para ocultar mi origen fuera de una a otra. Mis padres no ocultaban su inquietud, y temían que me ocurriera algo si llegaran a descubrir mi identidad. No sé cómo se las arreglaron para inscribirme, estimo que para ello era necesario la fe de bautismo. Pero mi papá hablaba con tanta soltura y les decía que lo habíamos perdido con otros documentos en uno de los bombardeos, una explicación muy lógica, que lograba convencer a todos.

Los cambios también obedecían a otra razón. No es ningún secreto que en esos años el sistema escolar era pésimo; yo no lo podía saber, pero sí podía apreciar que la mayor parte de la jornada se dedicaba a temas que no me interesaban. Entre aprender el catecismo y las parábolas de los santos y la insistente alabanza al nuevo régimen (el culto a la personalidad de Franco había llegado a su extremo), ni quedaba tiempo para las materias esenciales. Pero bien se dice que el saber no ocupa lugar. Aprendí bastante bien el Antiguo Testamento, y muchos años más tarde, cuando tuve que traducir guías turísticas para peregrinos cristianos a Tierra Santa, mis conocimientos de los Evangelios me ayudaron mucho. Incluso me quedé sorprendido cuando tantos años después pude recitar de memoria el Padrenuestro. Se trataba de una descripción de la Iglesia del Pater Noster, en Jerusalén, en donde en la actual capilla carmelita figura el rezo que Jesús enseñó a sus discípulos traducido a 60 idiomas. (Lucas 11:2-4) Recuerdo que sabiendo que el texto había sido modificado, llamé a un sacerdote español en Jerusalén que había conocido en la Embajada donde trabajaba entonces. Fue tan amable como dedicarme unos minutos y recitarme la nueva versión. Así figura, creo, la versión correcta en ese libro.

Finalmente me inscribieron en un instituto diferente: se llamaba Colegio Academia Barcelona, un lugar que jamás olvidaré. Estaba no muy lejos de casa, en la calle Viladomat. Podría ir y volver solo; con mis once años ya se me consideraba capaz de hacerlo. La escuela era de lo más liberal que se podía concebir en aquella época. De entrada ya se notaba un ambiente diferente, que contrastaba con el tan severo y austero aspecto de otros establecimientos pedagógicos, que parecían más bien claustros de monasterio que aulas de colegio. Aquí era todo era diferente. El ambiente acogedor me gustó desde un principio; se notaba la diferencia: en lugar de la rígida disciplina de los establecimientos previos, reinaba allí un ambiente mucho más informal y agradable. Su director era el señor Pagani, un hombre de cierta edad que había sido pedagogo toda su vida, y su hijo era el maestro de nuestra clase. Era un apuesto joven de aspecto risueño que se llamaba José José Mariné. No me explico cómo, pero había cursado sus estudios en Suiza, por lo que conocía los últimos sistemas pedagógicos. Como los libros de texto que se podían conseguir eran tan arcaicos, se tomó el trabajo de redactar los suyos propios, que luego se encuadernaban como simples cuadernillos. También tenía otras iniciativas prácticamente revolucionarias. Llegadas las vacaciones nos indicó que estaría en el colegio tres veces por semana, a disposición de quienes quisieran venir. Muchos llegamos a esas sesiones informales. De cualquier modo teníamos tanto tiempo libre. ¿Qué hacíamos? Cosas interesantes que no figuraban en los temas de estudio. En la forma más informal nos daba una clase de música: primero explicaba la vida y la obra de un compositor dado, y luego en el gramófono a manivela que tenía, escuchábamos alguna de sus obras. Otro día escribía verdaderos garabatos en la pizarra, y nos enseñaba el modo de descifrar esa escritura, semejante a la que solían usar los médicos en sus diagnósticos y recetas. El fue quien llevó a cabo el que seguramente fue primer test escolar moderno jamás realizado en una escuela barcelonesa: nos hizo múltiples preguntas, tomó numerosas notas y luego redactó su opinión con abundantes consideraciones. Cada uno recibió su evaluación personal. Recuerdo que me sentí un tanto decepcionado cuando leí lo que allí decía: no parecía que su opinión fuera particularmente positiva en mi caso; lo que había escrito allí de ningún modo se refería a un alumno bien dotado. Aunque he perdido ese documento, sí puedo decir una cosa: era muy extenso. Y el jovial maestro nos explicó en clase: "No voy a revelar la opinión que me merece cada uno de vosotros; lo único que diré es que cuanto más haya escrito sobre alguien, eso implica que más personalidad ha de tener". Durante mis primeros años en Palestina mantuvimos un intercambio postal muy cordial, hasta que repentinamente dejó de escribirme. Mis indagaciones pusieron en claro que había fallecido. Era un hombre joven y hasta el día de hoy mantengo la sospecha que habría sido víctima de sus ideas liberales.

Lamentablemente tuve que dejar la escuela dos años más tarde. Mi familia tuvo que abandonar Barcelona y salir del país. Mi padre había sido calificado por el régimen como persona indeseable. Luego de tres años de reclusión, la única salida era abandonar el país. Nos habíamos convertido en parias. España volvía a expulsar a los judíos

domingo, 6 de abril de 2008

Odisea de un israelí español: capítulo segundo

El Mito Franquista
por Moshé Yanai

Mucho se ha hablado y escrito sobre la presunta asistencia prestada por el régimen de Franco a los judíos durante el Holocausto. Si bien hubo algunos centenares de judíos que lograron salvarse, se ha de confesar que la España franquista no tenía particular afecto por sus ciudadanos de esa fe.

Parece ser un mito el famoso relato del tren especial que Franco envió a Auschwich para salvar a los judíos de los Balcanes que tenían nacionalidad española; pero se sabe de judíos que se salvaron del exterminio porque al aprovechar un decreto de los años veinte, adquirieron la nacionalidad española. Principalmente en Grecia y Bulgaria, aunque también en algunos casos en Yugoslavia, Rumania y hasta Francia. Y los alemanes, en principio, renunciaron en algunos casos a exterminar a quienes eran españoles, no sólo los ciudadanos hispanos registrados sino incluso algunos de abolengo sefardí; es decir, descendientes de la judería ibérica. Entraban en juego consideraciones de prestigio frente a las naciones neutrales, como Suiza, Suecia e incluso España, en donde no regían leyes discriminatorias como las promulgadas oficialmente por el Tercer Reich.


La España de Franco era un país sumido en una dictadura brutal, en la que imperaba un régimen de terror. Este se hacía sentir particularmente en Cataluña, centro del “separatistas, comunistas, francomasones y demócratas”. Los judíos estaban catalogados como “elementos indeseables”. Según un informe del American Jewish Year Book – 5700 (1940-41), en ese país “se habían proscrito todas las instituciones de religión judía, prohibido los matrimonios y sepelios judíos, así como las circuncisiones. Ningún bebé podía ser inscrito en el Registro Civil a no ser que fuera antes bautizado” Agregaba que los niños judíos estaban obligados a frecuentar escuelas cristianas, y aprender el catecismo. La pequeña sinagoga de Barcelona fue clausurada, y el cementerio judío, destruido. Además, revela que un judío fallecido en un pueblo de la provincia homónima, “fue sepultado en el solar en donde se solía enterrar a los perros”.

En estas condiciones, no es de extrañar que anduviéramos un tanto recelosos, sin saber exactamente qué hacer y cómo obrar. Se tenía una idea general de lo que ocurría, y de la situación bien complicada en la que nos hallábamos. Desde luego, siempre mantuvimos un perfil bajo, que no denotara nuestra condición judía. Si mamá no era capaz de expresarse correctamente en castellano, era porque se trataba de una francesa. Papá, con su excelente castellano (además del catalán que había aprendido), no tenía problema: era como si fuera hijo de Barcelona. Yo tenía conciencia que debía portarme con cautela, sin que nadie supiera mi origen.

Yehuda Bauer, otro prestigioso historiador, se refiere en su obra “American Jewry and the Holocaust”, a “la hostil indiferencia del Gobierno español” con respecto a la suerte de los judíos de ciudadanía hispana. Afirma que de los varios miles de judíos que tenían nacionalidad española, se pudieron salvar –como máximo- tan sólo 800. Y agrega que fueron llevados a condición que estuvieran poco tiempo en la península, y de allí se fueran a otros países. En otras palabras, Franco deseaba que su país estuviera “judenrein”, o sea “purificado de judíos”, emulando de ese modo la conocida doctrina de Hitler. Pero con la variante que él no quería asumir la responsabilidad de aniquilarlos. Y cuando Alemania indicó a España que a partir del 31 de marzo del ’43 cualquier judío sería tratado como los demás, Madrid insinuó que “no estaba interesado en ellos”, y estos ciudadanos hispanos, principalmente de Grecia y Bulgaria, también fueron exterminados.

Ese conocido estudioso también cita las deplorables circunstancias en que se encontraban los detenidos en el campo de concentración de Miranda de Ebro. “Se carecía de ropa de invierno y las barracas estaban prácticamente abiertas ante las inclemencias del tiempo. La JDC (Jewish Distribution Committee) envió más ayuda, pero los problemas seguían teniendo un serio cariz”.


De modo que todos estos hechos desvirtúan por completo el mito de que el régimen franquista hubiera ayudado a los judíos. Es cierto que algunos cónsules lo hicieron por cuenta propia, y luego tuvieron que rendir cuentas por su actitud humanitaria, que para Madrid “rayaba en un acto traidor”. Sencillamente, los judíos eran personas no gratas en la España de la posguerra civil.

Declaraciones

Y no se dice esto por decir, sin fundamento. En 1939, el Caudillo Francisco Franco inicia otra cruzada, esta vez contra el judaísmo. En su largo discurso pronunciado en el gran desfile del Día de la Victoria en Madrid, el 19 de mayo de 1939, Franco exclama: “No nos hagamos ilusiones: el espíritu judaico que sabe de tantos pactos con la revolución antiespañola, no se extirpa en un día y aletea en el fondo de muchas conciencias”. Más tarde, en su tradicional mensaje de fin de año ataca viciosamente a “esa raza”, y afirma: “Ahora comprenderéis los motivos que han llevado a distintas naciones a combatir y alejar de sus actividades a aquellas razas en la que la codicia y el interés es el estigma que las caracteriza”. Y agrega: “Nosotros, que por la gracia de Dios y la clara visión de los Reyes Católicos, hace siglos nos liberamos de tan pesada carga, no podemos permanecer ante esta nueva floración de espíritus codiciosos y egoístas tan apegados a los bienes terrenos, que con más gusto sacrificarían los hijos que sus turbios intereses”.

La disparatada e inaceptable diatriba del dictador que tenía sus manos manchados con la sangre de tantos españoles, tiene el descaro de acusar a los judíos de todos los crímenes imaginables y por imaginar. ¿Qué tenía que ver el judaísmo con los problemas hispanos? ¿Se olvidó, tal vez, que en 1936 la comunidad judía en la península era insignificante? Unos meses más tarde, al imponerse a sí mismo la Gran Cruz Laureada de San Fernando, el Caudillo volvió a referirse a los actos políticos de aquellos monarcas para conseguir la unidad de España: “¿y qué es la expulsión de los judíos más que un acto racista como los de hoy, por la raza adueñada de un pueblo y esclava de los bienes materiales?”

Poco después de estallar la guerra civil, el general Queipo de Llano, mando supremo del ejército rebelde de Andalucía, atacaría al judaísmo desde Radio Sevilla, diciendo: “Nuestra lucha no es una guerra civil, sino una guerra por la civilización occidental contra el mundo judío”. Y el jefe máximo del ejército del Norte y cerebro de la conspiración, general Emilio Mola, en su libro “Tempestad, intriga y crisis” enfoca “el odio hebreo hacia los españoles”.

El todopoderoso cuñado del dictador de España Serrano Suñer, ex Ministro de la Gobernación y Asuntos Extranjeros, había dicho el 12 de junio de 1939 que el judaísmo era “enemigo de la nueva España”, una declaración ampliamente difundida no sólo en España, sino que también encuentra eco en el New York Times. Y en 1941, el almirante Luis Carrera Blanco “sombra de Franco hasta la muerte de aquél”, designado a la subsecretaría de la Presidencia, escribe en su libro “España y el mar”: “España, paladín de la Fe de Cristo está otra vez en pie contra el verdadero enemigo: el judaísmo”. En la tercera edición, publicada en 1962, desaparecen como por encanto los párrafos antijudíos. Pero Carrero no ceja en sus ideas, y bajo el seudónimo de Juan de la Cosa y Orión, sigue declarando la guerra a los enemigos de España, entre los que ya no figuran tan sólo los judíos, sino también el sionismo y el Estado de Israel.


Estas son tan sólo algunas “perlas” de la doctrina antijudía franquista. No por nada, el Ministro de Asuntos Extranjeros del incipiente Estado de Israel, Moshé Sharett, se opuso en los años 50 al ingreso de España en Naciones Unidas. Aunque muerto el dictador volvió la democracia bajo la inspiración del rey Juan Carlos, Madrid se negó –una y otra vez- a estabilizar sus relaciones con Israel, siendo prácticamente el único país europeo que obraba así. Es evidente que no “osaba” dar ese paso temiendo la reacción árabe, que podría volver a actualizar el problema de los dos enclaves españolas en Marruecos: Ceuta y Melilla. Ello a pesar de que la opinión pública española, y en especial las esferas más liberales, abogaban por reconocer finalmente a la restaurada Nación Hebrea.

"Les Terrasses Catalanes"


Ello no obstante, se ha señalar la actitud de algunos dirigentes españoles, que comprendían que la nueva democracia no podía ignorar al Estado de Israel. Al fin y al cabo, se trataba de un país que mantenía relaciones con todas las naciones occidentales del mundo, inclusive las europeas y de América Latina. Entre ellos figuraba un líder tan liberal como Jordi Pujol, entonces presidente de la Generalitat de Cataluña, que siempre demostró tener particular simpatía por Israel, y una personalidad tan conservadora como Manuel Fraga, el Presidente de la Junta de Galicia, que fue ministro de Estado en el período franquista, y luego de visitar Israel quedó tan impresionado, que señaló que España debía establecer relaciones diplomáticas con este país. Hablando del primero, quisiera relatar un caso interesante que me ocurrió. Amigos catalanes me enviaron en mayo de 1980 el texto de la entonces nueva constitución, que otorgaba a esa región el estatuto de autonomía, y una nota ilustrada sobre la creación de la nueva Generalitat. Desde luego, la noticia me agradó mucho, y me apresuré a contestarles formulando mi enhorabuena. Entre otras cosas, escribí lo que sigue: "Pensar que tengo en mis manos una foto del Gobierno de Catalunya. Me resulta difícil creerlo. Lamento que mi papá no esté en vida. Sabéis, era muy catalán. Vino de Turquía… y aprendió el catalán como si hubiera sido hijo de esa tierra. También aprendió a amarla, a sus habitantes y su idiosincrasia. Cuando yo era pequeño me decía con un dejo de orgullo, que en Cataluña se cultivan hasta las laderas de las montañas por medio de terrazas, que son índice elocuente de la laboriosidad de los payeses. Que las telas fabricadas en Sabadell y Terrassa hasta tal punto son de excelente calidad, que se las enviaba a Gibraltar, y allí se les ponía un pretendido sello inglés para venderlas como si fueran de fabricación británica. Sí, evidentemente, papá hubiera gozado viendo lo que yo veo ahora… Celebro pues que tengáis Gobierno propio, y espero sinceramente que su actitud con Israel no desmerezca el modo de pensar privado que me dices ha tenido el Presidente Pujol. Pensé enviarle una carta de felicitación, pero luego me dije que era demasiado pretencioso de mi parte".

Pero mis amigos, la familia Torres-Medalla de Llinás del Vallés, fotocopiaron lo que antecede, y se lo enviaron con una carta personal al Presidente Pujol. Era más bien un modo de proceder espontáneo, para indicarle que desde tan singular país también había quien aplaudía el acontecimiento. Sorprendentemente, unos días más tarde, a principios de julio de 1980, recibieron una nota personal del Presidente de la Generalitat en estos términos:


"He rebut la teva carta y la fotocòpia d'un paràgraf de la del teu amic israelià. Jo personalment simpatitzo amb Israel, país que vaig visitar amb una certa atenció i cura ara fa cinc o sis anys… I ès que el sionisme ha estat un gran, un formidable exemple de moviment nacionalista. Jo el conec força bé. L'he estudiat des de les primeres campanyes de Herzl i des de les primeres alia's, que és com s'anomenen els grans moviments de trasllat de jueus, sobretot de l'Europa Oriental, al que aleshores es deia encara La Palestina. Et dic tot això per al teu amic sefaradita, i ara israelià, sapigueu que no solament simpatitzo amb l'Estat d'Israel i amb el moviment que l'ha produit, sino que en sóc un admirador. El nostre partit ha estat sempre favorable al reconeixement de l'Estat d'Israel…"

Su traducción es la siguiente:

"He recibido tu carta y la fotocopia de un párrafo de la de tu amigo israelí. Yo personalmente simpatizo con Israel, país que visité con una cierta atención y cuidado hará unos cinco o seis años… Y es que el sionismo ha sido un gran y formidable ejemplo de movimiento nacionalista. Lo conozco bastante bien. Lo he estudiado desde las primeras campañas de Herzl y las primeras aliyás, que es como se llaman los grandes movimientos de traslado de judíos sobre todo de Europa Oriental, a la que entonces se llamaba aún Palestina. Te digo esto para que tú y tu amigo sefardita, y ahora israelí, sepáis que no solamente simpatizo con el Estado de Israel y con el movimiento que lo ha creado sino que también soy su admirador. Nuestro partido ha sido siempre favorable al reconocimiento del Estado de Israel..."

Ni hablar que se apresuraron a enviarme una fotocopia de esa comunicación que, como es de suponer, me impresionó en sumo grado. Poco después, el 20 de noviembre, el diario israelí Maariv publicaba en lugar destacado una nota sobre el particular, en base a la información que le pasé a una periodista conocida. Entonces el nombre Pujol no le decía nada al lector israelí, pero unos años más tarde, en mayo de 1987, el Presidente de la Generalitat llegó a Israel acompañado por un nutrido séquito. Su visita oficial tuvo un amplio eco, y la prensa hebrea informó con amplitud sobre ella, revelando que se trataba del Presidente de Cataluña, un país autónomo dentro del Estado Español. Mencionaré tan sólo el reportaje que le hizo el ya citado diario, bajo la firma de Yair Lapid. Se intitulaba: "El revolucionario", y comenzaba así: "En el ascensor, Jordi Pujol (57) se vuelve y murmura algo incomprensible… Uno de sus guardaespaldas saca un pequeño peine y se lo ofrece, pero Pujol lo rechaza con un gesto brusco. Si hubiera sido español, lo hubiese tomado. Pero no lo es. Es catalán…" Esa primera aseveración es prueba irrefutable de la impresión que le causó el Presidente de la Generalitat a un joven cronista, que hoy figura entre los más reputados del país, y hasta tiene su propio programa televisivo. Y agregaba: "En 1976 Pujol, el veterano revolucionario catalán que conoció las cárceles del Generalísimo Franco, asistió a un debate particularmente agitado de las primeras Cortes Españolas libres desde la Guerra Civil. El tema inscrito en la agenda era la autonomía de Catalunya. Pujol no sólo movía los hilos, sino que fue quien tramó la urdimbre que formó la tela. En última instancia, la ponencia fue aprobada…" Yair concluía así su comentario: "Cuando se escriben estas líneas Pujol ya ha regresado a casa. En la puerta hay un letrero en el que se lee: 'Dr. Jordi Pujol, médico'. En la casa, hay siete chicos que alborotan y hablan un catalán perfecto. Todos ellos han leído el artículo que escribió su padre en 1965, cuando el catalán estaba prohibido. En él Pujol compara la historia catalana a la de Israel, y se expresa así: 'Solamente quien está dotado de misticismo, quien tiene la visión de mantener la relación con el pasado, tendrá la posibilidad de seguir adelante".

martes, 1 de abril de 2008

Odisea de un israelí español: capítulo primero

Todo comenzó una soleada mañana de invierno de 1944, cuando el "Nyassa" fondeó frente al puerto de Haifa. Una vez esfumada la bruma matinal, apareció radiante la nueva ciudad hebrea coronada por el Carmelo, mientras que en su parte baja se distinguían los pintorescos barrios árabes resplandecientes bajo el sol invernal. Éramos unos 700 refugiados judíos, cada uno con su historia de peripecias, que habían llegado a su destino. Habíamos zarpado ocho días atrás de Cádiz en esa nave portuguesa, atravesado el turbulento Mediterráneo azotado no sólo por los temporales sino también por los vaivenes de la guerra. Los aliados se encontraban a medio camino entre Nápoles y Roma, Creta todavía estaba en poder de los alemanes, así como las demás islas griegas del Dodecaneso. A la altura de Malta pudimos ver los impresionantes convoyes aliados que se dirigían de África del Norte a Italia. No dejaba de ser arriesgado navegar por esas aguas, aún cuando se tratase de un barco de país neutral. Sabíamos que había submarinos alemanes en la zona, y toda nuestra garantía de llegar a buen puerto dependía de la presencia a bordo de varios diplomáticos japoneses, que eran repatriados de Sudamérica a través del Medio Oriente.


Con mis inquietos ojos de adolescente contemplaba lo que ocurría a mi entorno y todo me parecía irreal. Hacía un mes y medio había observado, bien que mal, el milenario rito del bar mitzvá al cumplir los trece años. Mamá lo había organizado del mejor modo posible y con la mayor discreción para no llamar la atención, en nuestro piso de Barcelona. Llegaron disimuladamente varios amigos y alguien que oficiaba de rabino. Ser judío en la época franquista era un tanto desagradable, y hasta peligroso. Leí un texto incomprensible aprendido de memoria en hebreo, que sólo después supe era la “parashat hashavúa” (la porción de la Ley de esa semana) y luego se sirvió lo poco que se había podido conseguir y que pretendía ser una refacción. En aquel entonces la abundancia no era propia de una España que se recuperaba a duras penas de la guerra civil. Desde luego papá y mi tío Alberto no asistieron a la ceremonia. Estaban internados en un campo de concentración franquista, por el mero hecho de ser judíos.


No olvidaré jamás ese 20 de diciembre de 1940 cuando a las 8 de la noche dos agentes secretos llamaron a la puerta de nuestro apartamento, y pidieron a mi padre acompañarlos a la comisaría “para contestar algunas preguntas”. Pero en lugar de ello lo detuvieron y lo llevaron a la notoria Cárcel Modelo. De hecho, no le preguntaron nada, del mismo modo como jamás elevaron acusación alguna contra él. En los tres años que duró su encierro nunca compareció ante un tribunal, ni se le imputó delito alguno. Sencillamente, lo recluyeron. Era judío y apátrida; en otras palabras, persona no grata. Una denuncia cualquiera, de un simple competidor comercial, por ejemplo, era entonces motivo suficiente para internar a cualquiera.

Como muchas otras mujeres en situación similar, mamá fue al día siguiente a la comisaría, y finalmente llegó al presidio pero no lo pudo ver. Volvió al día siguiente. Tampoco tuvo suerte esta vez. Le prometieron entregar a su marido el cesto con vituallas que le llevaba, pero la promesa no se cumplió. Unos días más tarde el detenido ya no estaba allí: lo habían llevado a la cárcel de Zaragoza. Pero se trataba de una simple escala, y en última instancia fue a parar al campo de concentración de Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos. No lejos de la ciudad que había servido de capital provisional al dictador español, que luchaba para que España fuera una dictadura fascista en lugar de la República que había sido carcomida por luchas intestinas y el fraccionamiento de las fuerzas democráticas. Y el 18 de julio de 1936 estalló la famosa insurrección, más tarde conocida como el Alzamiento Nacional, tan aplaudida por los paladines del "nuevo orden europeo" como Hitler y Mussolini, que le brindaron una amplia ayuda económica y militar. Ello mientras que las potencias democráticas decidían no intervenir, y de ese modo entregaban a sus enemigos una España ensangrentada en bandeja de plata. El prólogo de una horrenda contienda que debería arrastrar, tres años más tarde, a todo el mundo.

Miranda de Ebro era un notorio lugar de detención. Este campo de concentración situado a orillas del más caudaloso río español había sido creado hacia fines de la Guerra Civil, para los enemigos del régimen; tanto refugiados como detenidos políticos. Las condiciones que allí imperaban eran pésimas. Lo que nosotros bien sabíamos, lo confirman estudiosos que investigaron el tema. En su obra “Spain, the Jews and Franco”, el historiador israelí Haim Avni escribe: “Escaseaba la comida y el agua, los barracones eran inhabitables y estaban hacinados y faltaban medios para protegerse del crudo invierno. La asistencia médica era mínima y el índice de mortalidad, muy alto”. Y era allí donde se habían encerrado, entre otros, a los judíos apátridas indiscriminadamente arrestados por Franco.

Las instrucciones que llegaron de Madrid calificaban a mi padre como un individuo peligroso y, como tal, quedó incomunicado. En ese lugar había varios centenares de internados, incluyendo soldados aliados que habían logrado atravesar los Pirineos y refugiarse en España. Tampoco faltaban algunos judíos, que se sentían muy afortunados de haber podido huir de la espantosa persecución nazi. Puede haber sido una coincidencia, pero dos meses antes, en octubre de 1940, el notorio jerarca nazi Heinrich Himmler, había realizado una visita oficial a Madrid, para llegar el 23 de ese mes a Barcelona, en donde fue objeto de un recibimiento apoteósico por parte de las autoridades fascistas. La España de Franco le debía mucho a la Alemania nazi, y se podía presumir que el jefe de la Gestapo hubiera abarcado el “problema judío”, cuya “solución” estaba en vías de “resolver”. Se puede pensar que España no tuviera reparo alguno en reunir en campos de concentración a los judíos apátridas residentes en su territorio, como mi padre y otros judíos sin nacionalidad. Sobre todo si se tiene en cuenta los miles de españoles republicados refugiados en Francia, que fueron entregados por los alemanes a pedido expreso del régimen franquista. Entre ellos figuraba Lluís Companys, Presidente de la Generalitat, que fue fusilado unos días antes de la llegada del jerarca nazi, en el castillo de Montjuïch de la capital catalana. Luego tal vez vería si entregar o no a los nazis esos individuos considerados como indeseables, sabiendo perfectamente que de ello dependían si habrían de sobrevivir o morir en los campos de exterminio.

Mi papá era todo un enigma para el comandante del campamento. No era tan joven (tenía 38 años) ni parecía ser tan peligroso. Aunque estaba sometido a un régimen muy severo, acataba todas las órdenes con la mayor obediencia y no causaba problema alguno, lo que no se podía decir de todos los internados. Apenas si formulaba algún que otro pedido, aunque no dejaba de preguntar la razón de su encierro e insistir en que no había cometido ningún delito. El comandante del campo, un avezado militar de carrera que no tenía particular afecto por los judíos pero parecía ser un hombre justo, llegó al extremo de cursar un pedido de aclaración a sus superiores en Madrid. No sé lo que le respondieron, pero el resultado fue que al cabo de cierto tiempo le permitieron salir una hora diaria de su calabozo. Paseaba solo en un patio interno. Pero era un gran cambio: poder ver el azul del cielo, y atisbar más allá de su lóbrego lugar de encierro. Luego pudo conversar con algunos de sus correligionarios, que por alguna razón incomprensible estaban en mejores circunstancias. El hecho de ver a otras personas y poder hablar con alguien fue un don de D'os. Posteriormente dejó de estar incomunicado y asumió el estatuto de detenido normal. No se trataba de una situación ideal, pero ya rayaba en lo tolerable. En un momento dado, el comandante hizo una prueba y permitió que dos o tres detenidos ‑los que eran más "dóciles" y tenían familia- fueran al pueblo para dar una vuelta y pudieran comer en alguna fonda. Iban escoltados por un soldado armado que asumía responsabilidad personal por ellos, pero que sabía que no volvería con las manos vacías. Como el primer intento tuvo éxito, se volvió a repetir una y otra vez, y ningún detenido intentó evadirse.


La reunión

Como en todas las dictaduras, en la España de la posguerra no era posible viajar libremente por el país. Mamá solicitó y luego de esperar unos meses y hacer numerosas gestiones consiguió el salvoconducto necesario para trasladarse a esa ciudad de Burgos, a fin de visitar a su marido. Tomamos el tren para lo que debía ser un largo viaje. Efectivamente, se detenía en todas las estaciones, y el trayecto se hacía interminable. Pareciera como si no llegáramos nunca. Se hizo de noche, y la oscuridad ensombrecía aún más el ya preocupado talante de mi madre, y me afectaba a mí. En nuestro compartimiento viajaba un sacerdote que comenzó a trabar conversación conmigo. Como era natural en aquella época me preguntó a dónde íbamos, y mamá le dijo que se trataba de una visita familiar, lo cual era totalmente cierto. Luego empezó a hacerme preguntas: a qué colegio iba, qué materias aprendía y si conocía el catecismo. Creo que lo sabía bien; en esa época no quedaba otro remedio que conocerlo de memoria. Aunque tenía apenas once años me parece haber podido responder con cierta habilidad a sus preguntas. Era indispensable disimular lo que era uno, y parece que lo hice de modo tal que el hombre del hábito negro quedó satisfecho. Seguramente pensaba haber encontrado otro fiel cristiano, que bien se veía era fiel cumplidor de sus obligaciones religiosas, rezaba cada noche el Ave María y asistía regularmente a misa. Todo ello aunque su madre era una extranjera, cuya devoción quedaba en tela de juicio. Claro, ella no estudiaba en una escuela católica y no tenía idea en qué consistía un oficio religioso.

Finalmente apareció el anhelado destino: Miranda de Ebro. Llegamos rendidos y fuimos a la fonda que hacía de hotel y restaurante. A la mañana siguiente nos trasladamos al campo. Era la primera vez que veía un lugar de reclusión, y confieso que me azoró: los ennegrecidos muros coronados por alambres de espino eran tan amenazadores como los ceñudos rostros de los soldados de guardia. Entramos después de una breve espera, y uno de ellos nos llevó a una caseta, en donde un oficial examinó minuciosamente los documentos que le entregó mamá. También revolvió la cesta con las vituallas y la ropa que llevábamos. Se lo devolvió y dio una orden perentoria: apareció otro soldado que nos indicó que le siguiéramos. Llegamos a un patio e hizo un gesto para que nos sentáramos. Aguardamos media hora hasta que finalmente apareció papá. Estaba demacrado y tenía un aspecto aterrorizador: había adelgazado tanto que le colgaban las ropas que había vestido en Barcelona, convertidas en verdaderos harapos. No era necesario que alguien nos dijera cuáles eran las condiciones de su encierro: bien se veía en su aspecto que había sufrido mucho, aunque trataba de ocultarlo con una sonrisa. Como era previsible, la reunión fue muy emotiva. El militar acompañante nos dijo que debía estar presente, pero fue lo bastante considerado como para retirarse a un lado luego de examinar muy por encima la cesta. Así gozamos de cierta privacidad. Como era mediodía, comimos juntos. No había mesa siquiera, y estábamos sentados en un rústico banco, pero nos sentíamos como en un festín con el que celebrábamos un acontecimiento. Y realmente lo era. Entiendo que mi presencia hizo que papá hablara muy poco de las penalidades que pasaba, en cambio nos contó sobre uno y otro conocido que también estaban allá, y lo que hacían o decían. Nos dijo alguna que otra anécdota de la vida en reclusión, enfocándola de modo tal que pareciera que todo era en broma. Pero no había nada cómico en lo que ocurría. Ni siquiera nos convenció repitiendo los chismes que había escuchado, un pasatiempo favorito de quienes están privados de la libertad. Nos relató que entre los detenidos había un masajista, que organizaba ejercicios para mantener a todos en buen estado físico. Con una triste sonrisa reconoció que era la primera vez que hacía gimnasia, y que le daba buenos resultados. "Mira que bien se me ve –agregó- ya he dejado de ser el hombre rellenito con el 'double mentón', como me llamabas en Barcelona", le dijo a su esposa en un intento de bromear y animarnos.

Volvimos una y otra vez a verlo. Sobre todo, le llevamos ropa que pudimos adquirir en el pueblo. En esa región el invierno era muy crudo, y todos sufrían mucho del intenso frío por las pésimas condiciones en que estaban recluidos. Teníamos permiso para unos días de estancia en Miranda, e intentamos aprovecharla en la máxima medida. Aunque mamá no quería llevarme de nuevo a un lugar que evidentemente no era para niños, insistí y tuvo que ceder. La segunda vez aparecieron otros recluidos: eran judíos barceloneses a quienes conocíamos, y se sentían encantados de poder conversar con alguien de fuera. No todas las familias podían conseguir el salvoconducto que mi mamá obtuvo, como bien lo pude saber más tarde, pagándolo a buen precio, ni tampoco costear un viaje tan largo. La pluralidad de la gente vegetaba entonces en la mayor indigencia, sobre todo cuando se trataba de opositores al régimen cuyos padres de familia estaban recluidos.

Sin embargo, papá trató de reconfortarnos. Aunque insinuó que había tipos sádicos entre los guardianes, señaló que la mayor parte de los soldados trataban bien a los detenidos. Sobre todo aquéllos que procedían de Cataluña: les encantaba hablar con él en el excelente catalán que conocía; eso sí, con mucha discreción. No se debe olvidar que entonces era un idioma que estaba terminantemente prohibido. Pobre de quien se le escuchara emplearlo, ya fuera en la calle como en cualquier lugar público. Y mucho más grave era hacerlo en el recinto de un campamento militar.

Epílogo Sorprendente

Muchos años más tarde, el caso tuvo un desenlace asombroso. Amigos catalanes me enviaron en 1986 las tres entregas de un artículo publicado en La Vanguardia de Barcelona sobre “Los judíos en Cataluña“. En el segundo artículo aparecido el 9 de febrero el autor, un tal Josep Gisbert, escribió con muy poco tino y evidente desconocimiento, que durante el régimen franquista la comunidad israelita de Barcelona no fue perseguida en absoluto. Ya que esa aseveración estaba tan lejos de la verdad, como Barcelona lo está de Tel Aviv, envié una carta a ese diario que fue publicada el 22 de marzo de ese año. En ella revelaba que en el ’40 habían sido arrestados, sin razón aparente alguna, varias decenas de judíos en la capital catalana ‑rindiendo mi testimonio personal-, quienes fueron injustamente privados de la libertad por ese régimen. Eso, al margen de otras medidas antisemitas sobre las que se hablará más tarde.

Cuál fue mi sorpresa cuando pocas semanas más tarde recibí un sobre en el que se leía tan sólo mi nombre y el de la ciudad israelí en donde resido, sin detallarse dirección alguna. El envío postal llegó porque me conocían en el correo de lo que era entonces una pequeña localidad la ciudad donde vivo, y no tuvieron dificultad en encontrar mi domicilio. Dentro había una carta mecanografiada... en catalán. La firmaba un jubilado llamado Josep Guiu i Perez, de la localidad de Flix, provincia de Tarragona. Decía que había leído mi carta publicada en ese diario barcelonés, y me revelaba que había servido en Miranda de Ebro. Resulta que luego de luchar en las filas republicanas como conscripto, había sido obligado a seguir sirviendo en el Ejército Nacionalista. Apuntaba que había tenido ocasión de escoltar a varios recluidos, entre ellos a mi padre, en algunas de sus salidas al pueblo. Entre otras cosas, escribía textualmente:

“No recordo si fou a finals de 1940 o a les primeries de 1941 ingressaren en un camp de Miranda, força jueus que provenien de la nostra Catalunya (que per a mi eren tan catalans com jo mateix)... també recordo amb molta satisfacció a un tal Sr. Palomo que molt bé podria ser el seu pare... un home molt simpàtic i força rialler, amb el qual vaig tenir una estreta relació...”

(“No recuerdo si fue a fines de 1940 o principios de 1941, cuando ingresaron en el campo de Miranda bastantes judíos que procedían de nuestra Cataluña ... también recuerdo con mucha satisfacción a un tal Sr. Palomo que muy bien podría haber sido su padre... un hombre de expresión risueña y muy agradable, con el cual mantuve una estrecha relación...”)

Volví a escribir a La Vanguardia indicando la sorpresa que me había llevado, y agregando fotocopias tanto de la carta como del sobre que había recibido, y mi comunicación fue publicada íntegramente el 4 de junio de ese año. Entre otras cosas, señalaba: “Ha querido la casualidad que el día en que escribo estas líneas se observa en Israel el Día del Holocausto... Afortunadamente España no colaboró con los esbirros de Hitler en el exterminio de mi pueblo; es más, sabemos que en algunos casos ayudó a salvar la vida de judíos de nacionalidad española. Pero ello no mitiga, explica ni justifica la inhumana actitud adoptada por quienes privaron de libertad y sometieron a vejaciones y humillaciones a españoles cuyo único crimen era ser judíos. Ahora bien, por el mero hecho de publicar mi carta previa ustedes me han otorgado una satisfacción moral, puesto que, aunque mi padre murió sin obtener rehabilitación alguna y sin que pudiera volver a ver esa tierra que tanto quería y hasta añoraba, se han revelado ahora las verdaderas circunstancias en que fue recluido y la injusticia que se le hizo”.

Ni hablar que me sentí muy halagado de que ese diario, el que solía leer mi papá cada día en tiempos mejores, publicase mi segunda carta y paliara en algo esa terrible sensación que acompañó a mi familia durante años. ¿Por qué había sido tratado así, qué supuesto crimen habría cometido?

Odisea de un israelí español: introducción

A partir de hoy voy a ir publicando el relato autobiográfico de Moshé Yanai "Odisea de un israelí español". Este relato lo leí hace ya tiempo en la antigua web Es-Israel.org (a la que tanto le debemos)y lo guardé en mi disco duro. Pienso que es buen momento para recordar los lazos que une a muchos israelíes con España y de recordarle a muchos españoles, a esos que se autodenominan progresistas y de izquierda, donde estamos cada uno y cuales son nuestros valores. No está mal, ahora que tanto se habla de la Memoria Histórica, hacer memoria de la actitud de Franco para con los judíos, la participación de estos en la Guerra Civil Española, la gran epopeya que fue la creación del Estado de Israel, .... y el relato de Moshé Yanai nos puede ayudar, y mucho, a conseguirlo.

Moshé Yanai, nació en Barcelona en 1930 y llegó a la entonces Palestina a temprana edad cuando su familia fue de hecho expulsada por su condición judía. Participó en la Guerra de la Independencia de Israel así como en la de los Seis Días de 1967. Su aislamiento del ámbito hispanohablante no le impidió mantener vivo el conocimiento del castellano, primero como maestro de ese idioma y luego como traductor y encargado de prensa en la Embajada Argentina, en donde trabajó 50 años hasta agosto de 2001. En los años ’50 fue corresponsal en Israel de “Prensa Israelita” de México y otras publicaciones judías de la América Latina, y en 1963 participó en la fundación del semanario Aurora, del que fue el primer Jefe de Redacción durante 14 meses. En el interín también editó “Noticias Breves” de la Agencia Judía así como “Revista Wizo”. Ha traducido varios libros al castellano, así como innumerables artículos de la prensa local. En mérito a sus servicios, el Gobierno argentino le condecoró en 1984 con la Medalla de la Orden de Mayo. Últimamente ha publicado varias colaboraciones en “La Vanguardia” de Barcelona, así como en varios sitios como “El Reloj”. Está casado y vive en Ramat Hasharón. Además de escribir, ahora enseña voluntariamente castellano en un centro de jubilados local.