martes, 1 de abril de 2008

Odisea de un israelí español: capítulo primero

Todo comenzó una soleada mañana de invierno de 1944, cuando el "Nyassa" fondeó frente al puerto de Haifa. Una vez esfumada la bruma matinal, apareció radiante la nueva ciudad hebrea coronada por el Carmelo, mientras que en su parte baja se distinguían los pintorescos barrios árabes resplandecientes bajo el sol invernal. Éramos unos 700 refugiados judíos, cada uno con su historia de peripecias, que habían llegado a su destino. Habíamos zarpado ocho días atrás de Cádiz en esa nave portuguesa, atravesado el turbulento Mediterráneo azotado no sólo por los temporales sino también por los vaivenes de la guerra. Los aliados se encontraban a medio camino entre Nápoles y Roma, Creta todavía estaba en poder de los alemanes, así como las demás islas griegas del Dodecaneso. A la altura de Malta pudimos ver los impresionantes convoyes aliados que se dirigían de África del Norte a Italia. No dejaba de ser arriesgado navegar por esas aguas, aún cuando se tratase de un barco de país neutral. Sabíamos que había submarinos alemanes en la zona, y toda nuestra garantía de llegar a buen puerto dependía de la presencia a bordo de varios diplomáticos japoneses, que eran repatriados de Sudamérica a través del Medio Oriente.


Con mis inquietos ojos de adolescente contemplaba lo que ocurría a mi entorno y todo me parecía irreal. Hacía un mes y medio había observado, bien que mal, el milenario rito del bar mitzvá al cumplir los trece años. Mamá lo había organizado del mejor modo posible y con la mayor discreción para no llamar la atención, en nuestro piso de Barcelona. Llegaron disimuladamente varios amigos y alguien que oficiaba de rabino. Ser judío en la época franquista era un tanto desagradable, y hasta peligroso. Leí un texto incomprensible aprendido de memoria en hebreo, que sólo después supe era la “parashat hashavúa” (la porción de la Ley de esa semana) y luego se sirvió lo poco que se había podido conseguir y que pretendía ser una refacción. En aquel entonces la abundancia no era propia de una España que se recuperaba a duras penas de la guerra civil. Desde luego papá y mi tío Alberto no asistieron a la ceremonia. Estaban internados en un campo de concentración franquista, por el mero hecho de ser judíos.


No olvidaré jamás ese 20 de diciembre de 1940 cuando a las 8 de la noche dos agentes secretos llamaron a la puerta de nuestro apartamento, y pidieron a mi padre acompañarlos a la comisaría “para contestar algunas preguntas”. Pero en lugar de ello lo detuvieron y lo llevaron a la notoria Cárcel Modelo. De hecho, no le preguntaron nada, del mismo modo como jamás elevaron acusación alguna contra él. En los tres años que duró su encierro nunca compareció ante un tribunal, ni se le imputó delito alguno. Sencillamente, lo recluyeron. Era judío y apátrida; en otras palabras, persona no grata. Una denuncia cualquiera, de un simple competidor comercial, por ejemplo, era entonces motivo suficiente para internar a cualquiera.

Como muchas otras mujeres en situación similar, mamá fue al día siguiente a la comisaría, y finalmente llegó al presidio pero no lo pudo ver. Volvió al día siguiente. Tampoco tuvo suerte esta vez. Le prometieron entregar a su marido el cesto con vituallas que le llevaba, pero la promesa no se cumplió. Unos días más tarde el detenido ya no estaba allí: lo habían llevado a la cárcel de Zaragoza. Pero se trataba de una simple escala, y en última instancia fue a parar al campo de concentración de Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos. No lejos de la ciudad que había servido de capital provisional al dictador español, que luchaba para que España fuera una dictadura fascista en lugar de la República que había sido carcomida por luchas intestinas y el fraccionamiento de las fuerzas democráticas. Y el 18 de julio de 1936 estalló la famosa insurrección, más tarde conocida como el Alzamiento Nacional, tan aplaudida por los paladines del "nuevo orden europeo" como Hitler y Mussolini, que le brindaron una amplia ayuda económica y militar. Ello mientras que las potencias democráticas decidían no intervenir, y de ese modo entregaban a sus enemigos una España ensangrentada en bandeja de plata. El prólogo de una horrenda contienda que debería arrastrar, tres años más tarde, a todo el mundo.

Miranda de Ebro era un notorio lugar de detención. Este campo de concentración situado a orillas del más caudaloso río español había sido creado hacia fines de la Guerra Civil, para los enemigos del régimen; tanto refugiados como detenidos políticos. Las condiciones que allí imperaban eran pésimas. Lo que nosotros bien sabíamos, lo confirman estudiosos que investigaron el tema. En su obra “Spain, the Jews and Franco”, el historiador israelí Haim Avni escribe: “Escaseaba la comida y el agua, los barracones eran inhabitables y estaban hacinados y faltaban medios para protegerse del crudo invierno. La asistencia médica era mínima y el índice de mortalidad, muy alto”. Y era allí donde se habían encerrado, entre otros, a los judíos apátridas indiscriminadamente arrestados por Franco.

Las instrucciones que llegaron de Madrid calificaban a mi padre como un individuo peligroso y, como tal, quedó incomunicado. En ese lugar había varios centenares de internados, incluyendo soldados aliados que habían logrado atravesar los Pirineos y refugiarse en España. Tampoco faltaban algunos judíos, que se sentían muy afortunados de haber podido huir de la espantosa persecución nazi. Puede haber sido una coincidencia, pero dos meses antes, en octubre de 1940, el notorio jerarca nazi Heinrich Himmler, había realizado una visita oficial a Madrid, para llegar el 23 de ese mes a Barcelona, en donde fue objeto de un recibimiento apoteósico por parte de las autoridades fascistas. La España de Franco le debía mucho a la Alemania nazi, y se podía presumir que el jefe de la Gestapo hubiera abarcado el “problema judío”, cuya “solución” estaba en vías de “resolver”. Se puede pensar que España no tuviera reparo alguno en reunir en campos de concentración a los judíos apátridas residentes en su territorio, como mi padre y otros judíos sin nacionalidad. Sobre todo si se tiene en cuenta los miles de españoles republicados refugiados en Francia, que fueron entregados por los alemanes a pedido expreso del régimen franquista. Entre ellos figuraba Lluís Companys, Presidente de la Generalitat, que fue fusilado unos días antes de la llegada del jerarca nazi, en el castillo de Montjuïch de la capital catalana. Luego tal vez vería si entregar o no a los nazis esos individuos considerados como indeseables, sabiendo perfectamente que de ello dependían si habrían de sobrevivir o morir en los campos de exterminio.

Mi papá era todo un enigma para el comandante del campamento. No era tan joven (tenía 38 años) ni parecía ser tan peligroso. Aunque estaba sometido a un régimen muy severo, acataba todas las órdenes con la mayor obediencia y no causaba problema alguno, lo que no se podía decir de todos los internados. Apenas si formulaba algún que otro pedido, aunque no dejaba de preguntar la razón de su encierro e insistir en que no había cometido ningún delito. El comandante del campo, un avezado militar de carrera que no tenía particular afecto por los judíos pero parecía ser un hombre justo, llegó al extremo de cursar un pedido de aclaración a sus superiores en Madrid. No sé lo que le respondieron, pero el resultado fue que al cabo de cierto tiempo le permitieron salir una hora diaria de su calabozo. Paseaba solo en un patio interno. Pero era un gran cambio: poder ver el azul del cielo, y atisbar más allá de su lóbrego lugar de encierro. Luego pudo conversar con algunos de sus correligionarios, que por alguna razón incomprensible estaban en mejores circunstancias. El hecho de ver a otras personas y poder hablar con alguien fue un don de D'os. Posteriormente dejó de estar incomunicado y asumió el estatuto de detenido normal. No se trataba de una situación ideal, pero ya rayaba en lo tolerable. En un momento dado, el comandante hizo una prueba y permitió que dos o tres detenidos ‑los que eran más "dóciles" y tenían familia- fueran al pueblo para dar una vuelta y pudieran comer en alguna fonda. Iban escoltados por un soldado armado que asumía responsabilidad personal por ellos, pero que sabía que no volvería con las manos vacías. Como el primer intento tuvo éxito, se volvió a repetir una y otra vez, y ningún detenido intentó evadirse.


La reunión

Como en todas las dictaduras, en la España de la posguerra no era posible viajar libremente por el país. Mamá solicitó y luego de esperar unos meses y hacer numerosas gestiones consiguió el salvoconducto necesario para trasladarse a esa ciudad de Burgos, a fin de visitar a su marido. Tomamos el tren para lo que debía ser un largo viaje. Efectivamente, se detenía en todas las estaciones, y el trayecto se hacía interminable. Pareciera como si no llegáramos nunca. Se hizo de noche, y la oscuridad ensombrecía aún más el ya preocupado talante de mi madre, y me afectaba a mí. En nuestro compartimiento viajaba un sacerdote que comenzó a trabar conversación conmigo. Como era natural en aquella época me preguntó a dónde íbamos, y mamá le dijo que se trataba de una visita familiar, lo cual era totalmente cierto. Luego empezó a hacerme preguntas: a qué colegio iba, qué materias aprendía y si conocía el catecismo. Creo que lo sabía bien; en esa época no quedaba otro remedio que conocerlo de memoria. Aunque tenía apenas once años me parece haber podido responder con cierta habilidad a sus preguntas. Era indispensable disimular lo que era uno, y parece que lo hice de modo tal que el hombre del hábito negro quedó satisfecho. Seguramente pensaba haber encontrado otro fiel cristiano, que bien se veía era fiel cumplidor de sus obligaciones religiosas, rezaba cada noche el Ave María y asistía regularmente a misa. Todo ello aunque su madre era una extranjera, cuya devoción quedaba en tela de juicio. Claro, ella no estudiaba en una escuela católica y no tenía idea en qué consistía un oficio religioso.

Finalmente apareció el anhelado destino: Miranda de Ebro. Llegamos rendidos y fuimos a la fonda que hacía de hotel y restaurante. A la mañana siguiente nos trasladamos al campo. Era la primera vez que veía un lugar de reclusión, y confieso que me azoró: los ennegrecidos muros coronados por alambres de espino eran tan amenazadores como los ceñudos rostros de los soldados de guardia. Entramos después de una breve espera, y uno de ellos nos llevó a una caseta, en donde un oficial examinó minuciosamente los documentos que le entregó mamá. También revolvió la cesta con las vituallas y la ropa que llevábamos. Se lo devolvió y dio una orden perentoria: apareció otro soldado que nos indicó que le siguiéramos. Llegamos a un patio e hizo un gesto para que nos sentáramos. Aguardamos media hora hasta que finalmente apareció papá. Estaba demacrado y tenía un aspecto aterrorizador: había adelgazado tanto que le colgaban las ropas que había vestido en Barcelona, convertidas en verdaderos harapos. No era necesario que alguien nos dijera cuáles eran las condiciones de su encierro: bien se veía en su aspecto que había sufrido mucho, aunque trataba de ocultarlo con una sonrisa. Como era previsible, la reunión fue muy emotiva. El militar acompañante nos dijo que debía estar presente, pero fue lo bastante considerado como para retirarse a un lado luego de examinar muy por encima la cesta. Así gozamos de cierta privacidad. Como era mediodía, comimos juntos. No había mesa siquiera, y estábamos sentados en un rústico banco, pero nos sentíamos como en un festín con el que celebrábamos un acontecimiento. Y realmente lo era. Entiendo que mi presencia hizo que papá hablara muy poco de las penalidades que pasaba, en cambio nos contó sobre uno y otro conocido que también estaban allá, y lo que hacían o decían. Nos dijo alguna que otra anécdota de la vida en reclusión, enfocándola de modo tal que pareciera que todo era en broma. Pero no había nada cómico en lo que ocurría. Ni siquiera nos convenció repitiendo los chismes que había escuchado, un pasatiempo favorito de quienes están privados de la libertad. Nos relató que entre los detenidos había un masajista, que organizaba ejercicios para mantener a todos en buen estado físico. Con una triste sonrisa reconoció que era la primera vez que hacía gimnasia, y que le daba buenos resultados. "Mira que bien se me ve –agregó- ya he dejado de ser el hombre rellenito con el 'double mentón', como me llamabas en Barcelona", le dijo a su esposa en un intento de bromear y animarnos.

Volvimos una y otra vez a verlo. Sobre todo, le llevamos ropa que pudimos adquirir en el pueblo. En esa región el invierno era muy crudo, y todos sufrían mucho del intenso frío por las pésimas condiciones en que estaban recluidos. Teníamos permiso para unos días de estancia en Miranda, e intentamos aprovecharla en la máxima medida. Aunque mamá no quería llevarme de nuevo a un lugar que evidentemente no era para niños, insistí y tuvo que ceder. La segunda vez aparecieron otros recluidos: eran judíos barceloneses a quienes conocíamos, y se sentían encantados de poder conversar con alguien de fuera. No todas las familias podían conseguir el salvoconducto que mi mamá obtuvo, como bien lo pude saber más tarde, pagándolo a buen precio, ni tampoco costear un viaje tan largo. La pluralidad de la gente vegetaba entonces en la mayor indigencia, sobre todo cuando se trataba de opositores al régimen cuyos padres de familia estaban recluidos.

Sin embargo, papá trató de reconfortarnos. Aunque insinuó que había tipos sádicos entre los guardianes, señaló que la mayor parte de los soldados trataban bien a los detenidos. Sobre todo aquéllos que procedían de Cataluña: les encantaba hablar con él en el excelente catalán que conocía; eso sí, con mucha discreción. No se debe olvidar que entonces era un idioma que estaba terminantemente prohibido. Pobre de quien se le escuchara emplearlo, ya fuera en la calle como en cualquier lugar público. Y mucho más grave era hacerlo en el recinto de un campamento militar.

Epílogo Sorprendente

Muchos años más tarde, el caso tuvo un desenlace asombroso. Amigos catalanes me enviaron en 1986 las tres entregas de un artículo publicado en La Vanguardia de Barcelona sobre “Los judíos en Cataluña“. En el segundo artículo aparecido el 9 de febrero el autor, un tal Josep Gisbert, escribió con muy poco tino y evidente desconocimiento, que durante el régimen franquista la comunidad israelita de Barcelona no fue perseguida en absoluto. Ya que esa aseveración estaba tan lejos de la verdad, como Barcelona lo está de Tel Aviv, envié una carta a ese diario que fue publicada el 22 de marzo de ese año. En ella revelaba que en el ’40 habían sido arrestados, sin razón aparente alguna, varias decenas de judíos en la capital catalana ‑rindiendo mi testimonio personal-, quienes fueron injustamente privados de la libertad por ese régimen. Eso, al margen de otras medidas antisemitas sobre las que se hablará más tarde.

Cuál fue mi sorpresa cuando pocas semanas más tarde recibí un sobre en el que se leía tan sólo mi nombre y el de la ciudad israelí en donde resido, sin detallarse dirección alguna. El envío postal llegó porque me conocían en el correo de lo que era entonces una pequeña localidad la ciudad donde vivo, y no tuvieron dificultad en encontrar mi domicilio. Dentro había una carta mecanografiada... en catalán. La firmaba un jubilado llamado Josep Guiu i Perez, de la localidad de Flix, provincia de Tarragona. Decía que había leído mi carta publicada en ese diario barcelonés, y me revelaba que había servido en Miranda de Ebro. Resulta que luego de luchar en las filas republicanas como conscripto, había sido obligado a seguir sirviendo en el Ejército Nacionalista. Apuntaba que había tenido ocasión de escoltar a varios recluidos, entre ellos a mi padre, en algunas de sus salidas al pueblo. Entre otras cosas, escribía textualmente:

“No recordo si fou a finals de 1940 o a les primeries de 1941 ingressaren en un camp de Miranda, força jueus que provenien de la nostra Catalunya (que per a mi eren tan catalans com jo mateix)... també recordo amb molta satisfacció a un tal Sr. Palomo que molt bé podria ser el seu pare... un home molt simpàtic i força rialler, amb el qual vaig tenir una estreta relació...”

(“No recuerdo si fue a fines de 1940 o principios de 1941, cuando ingresaron en el campo de Miranda bastantes judíos que procedían de nuestra Cataluña ... también recuerdo con mucha satisfacción a un tal Sr. Palomo que muy bien podría haber sido su padre... un hombre de expresión risueña y muy agradable, con el cual mantuve una estrecha relación...”)

Volví a escribir a La Vanguardia indicando la sorpresa que me había llevado, y agregando fotocopias tanto de la carta como del sobre que había recibido, y mi comunicación fue publicada íntegramente el 4 de junio de ese año. Entre otras cosas, señalaba: “Ha querido la casualidad que el día en que escribo estas líneas se observa en Israel el Día del Holocausto... Afortunadamente España no colaboró con los esbirros de Hitler en el exterminio de mi pueblo; es más, sabemos que en algunos casos ayudó a salvar la vida de judíos de nacionalidad española. Pero ello no mitiga, explica ni justifica la inhumana actitud adoptada por quienes privaron de libertad y sometieron a vejaciones y humillaciones a españoles cuyo único crimen era ser judíos. Ahora bien, por el mero hecho de publicar mi carta previa ustedes me han otorgado una satisfacción moral, puesto que, aunque mi padre murió sin obtener rehabilitación alguna y sin que pudiera volver a ver esa tierra que tanto quería y hasta añoraba, se han revelado ahora las verdaderas circunstancias en que fue recluido y la injusticia que se le hizo”.

Ni hablar que me sentí muy halagado de que ese diario, el que solía leer mi papá cada día en tiempos mejores, publicase mi segunda carta y paliara en algo esa terrible sensación que acompañó a mi familia durante años. ¿Por qué había sido tratado así, qué supuesto crimen habría cometido?

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