domingo, 13 de abril de 2008

Odisea de un israelí español: capítulo tercero

De Bursa a Barcelona
Por Moshé Yanai

Mi papá nació en los albores del siglo XX en el seno de una humilde familia judía sefardita de Turquía de apellido Palombo, y su madre ostentaba un nombre poco común entre los judíos: Sagués, que parece ser de origen catalán. Vio su primera luz en Bursa, y como todo niño judío fue al talmud torá local para aprender sus primeras letras en hebreo.

Se destacó en los estudios y sus maestros le anticiparon un futuro muy prometedor, tal vez como rabino o estudioso de la comunidad. Sin embargo, la familia era demasiado pobre para costear sus estudios, y no dieron resultado todos los intentos para encontrar quien lo hiciera. Así fue que a temprana edad tuvo que dejar de aprender y ponerse a trabajar. La situación económica del país era muy precaria y la clase obrera a duras penas se podía ganar el sustento.

Bursa, antes llamada Brusa, no era entonces la gran urbe de 600.000 habitantes que es hoy, aunque ya contaba con importantes industrias de sedería y tapices. Había sido muy afectada por las guerra griego-turca del 1920, que concluyó con la derrota de las fuerzas invasoras, y la expulsión masiva de la numerosa población griega en Anatolia. Se sabe que tenía una comunidad judía desde el siglo II, la que creció considerablemente con la llegada de numerosas familias de expulsados de España: los llamados sefarditas o sefardíes. En 1890 la ciudad contaba con unos 5.000 judíos y, como en el caso de todas las minorías de ese país, los hebreos debían cumplir con el servicio militar. Pero para todos ellos, ya fueran judíos, griegos o armenios, implicaba de hecho realizar trabajos forzados en algún remoto lugar de Anatolia. Todos ellos, y en especial los judíos, no eran considerados leales a la nueva Turquía de Kemal Ataturk como para que se les pudiera confiar armas de fuego, sino que eran enviados a regiones inhóspitas para trabajar con picos y palas bajo un severo régimen de virtual servidumbre.

Las terribles condiciones de ese presunto servicio militar, hicieron que muchos jóvenes judíos emigraran para huir de semejante infierno que había cobrado tantas víctimas. En su mayoría buscaron mejorar su difícil situación socioeconómica emigrando a América del Sur, en donde se integraban con mayor facilidad por saber una suerte del castellano que es el ladino, la vieja jerga judeoespañola. Mi papá, y luego su hermano Marco, prefirieron viajar a Barcelona, a donde llegaron a principios de los años ’20 del siglo pasado. Por haber salido ilegalmente de su país y penetrado de algún u otro modo en España, carecían de documentación, pero pensaban que ese “pequeño inconveniente” se solucionaría con el tiempo. Los hechos demostrarían las penosas consecuencias que ello tendría más tarde. Mientras tanto, emprendedores y ansiosos de crearse un futuro, comenzaron a trabajar como vendedores ambulantes. Compraban su mercadería en la ciudad y viajaban a los pueblos del interior de Cataluña, para venderla a los payeses. Cuánto más remota fuese la aldea elegida, mejores posibilidades había de hacer negocio. Eran precisamente los parajes menos accesibles, los que ofrecían las mejores posibilidades. Así primero en tren y luego montado en alguna carreta o hasta a lomo de burro o de alguna caballería, llegaban esos hacendosos inmigrantes a lugares remotos, y cautivaban a la gente del campo con las cosas que ofrecían y, en especial, por la habilidad con que presentaban su mercancía. Mi padre pronto comprobó que el castellano que había empezado a aprender ya no era suficiente. Sus clientes estaban acostumbrados a hablar en catalán, y si bien tenían cierto conocimiento del español, lo hablaban mal y no siempre lo comprendían. De modo que comenzó a aprender el catalán hasta que llegó a dominarlo tan bien como el español. Cuando un ambulante que se decía llamarse José Palomo Sagués, se expresaba con tanta soltura en su idioma, los reticentes hombres del campo estaban más dispuestos a considerar las ofertas de quien había llegado de la lejana Barcelona con objetos tan llamativos y, en especial, la ropa que encantaba a las mujeres.

Con diligencia, insistencia y poniendo buena cara incluso al mal tiempo comenzó, pues, a crearse una clientela, que ya esperaba su visita programada en fechas fijas. Claro que las semanas antes de Navidad eran la mejor época; mientras que en el verano, por ejemplo, los campesinos estaban demasiado atareados con sus faenas agrícolas para prestar debida atención al vendedor. Pero en general los ingresos aumentaban y las perspectivas no eran malas. El payés catalán estaba mucho mejor que el de otras regiones, tenía mayores ingresos y disponía de un poder adquisitivo desconocido en otras partes. Y apreciaba a un comerciante que le vendía mercadería a precios razonables y hasta a crédito, y no trataba de estafarlo como lo intentaban otros.

Así se ganaba la vida, penosa y honradamente. El aspecto social y familiar ya era harina de otro costal; se planteaban problemas de toda índole. Para este apreciable número de jóvenes judíos de los Balcanes y, en especial de Turquía, instalados en Barcelona eran escasas las posibilidades de crear una familia. No había en la pequeña comunidad judía casi jóvenes casaderas, y contraer matrimonio con alguna muchacha cristiana implicaba sacrificar la identidad tan duramente mantenida durante siglos. Como vástagos de familias religiosas, los jóvenes turcos se reunían socialmente y, desde luego, acudían a la sinagoga para celebrar las principales fechas del calendario judío, como Rosh Hashaná (el Nuevo Año Judío) y, en especial, Yom Kipur, el Día del Gran Perdón. En Pésaj solían recibir matzot (el tradicional pan ácimo de la Pascua) de Francia, y se reunían para compartir el Seder, la comida festiva pascual, que recuerda el Éxodo de Egipto. Pero generalmente no solían ser ortodoxos, sino que respetaban las tradiciones traídas del hogar paterno.

Visitante
Un buen día un amigo de José recibió la visita de su hermana de Turquía. Era una profesora diplomada de francés en Estambul y había venido a Barcelona para visitar la Exposición Universal allí celebrada en 1929. Aunque no era particularmente joven, su llegada no pasó desapercibida; más bien, fue recibida con mucha cordialidad. Su hermano Alberto le dijo que no volvería a su país de origen: como soltera era un partido que se disputarían muchos jóvenes judíos de la ciudad. Además, ya sabía con quién habría de relacionarse: un judío turco procedente de Bursa, su amigo José Palomo, por todos conocido como Pepe. Las atenciones de sus correligionarios y el ambiente occidental de la ciudad convencieron a mi futura madre que allí podría labrar su futuro. La turista que se convertiría en residente permanente había tenido una instrucción occidental, habiendo estudiado en la Alliance Universelle Israélite, que en el Levante era la fuente que difundía la cultura francesa, a la sazón modelo del progreso. Desde luego, Barcelona era muy diferente de la oriental Estambul, para ella todavía la Constantinopla de un lejano pasado bizantino.

Fortunée Adjiman contrajo nupcias con Josef Palomo en una modesta ceremonia oficiada por el rabino sefardí de Barcelona en febrero de 1930. El nuevo matrimonio se instaló en un modesto piso en Sans, y fue en ese barrio barcelonés que vi mi primera luz, en un difícil parto en la que intervino una comadrona que poco o nada sabía de medicina. Mi madre quedó hasta tal punto malparada, que no pudo tener más hijos. El embrión que debía ser mi hermana falleció en el quinto mes de gestación, y de ese modo quedé como hijo único de ese matrimonio turco integrado en la pequeña comunidad judía que había entonces en Barcelona. De hecho, figuraban entre los primeros judíos establecidos en la península Ibérica después de la expulsión de 1492.

Poco después mi familia se mudó a un amplio piso en la calle Campo Sagrado, situado en lo que era entonces un barrio de la clase media. En comparación con nuestro domicilio anterior, se trataba de un lugar céntrico, que por una parte tenía el famoso Paralelo con sus cafés, cines y teatros de variedades, y por el otro la aristocrática Plaza de Cataluña, desde la que partía el todavía más elegante Paseo de Gracia, en donde se alzaban suntuosos edificios como el famoso La Pedrera diseñado por Gaudí. Las ocho habitaciones del nuevo piso eran para dividirlas en hogar y taller. Era un lugar agradable, junto a la esquina con la Ronda de San Pablo y el famoso Mercado de San Antonio con el anexo de los Encantes a pocas manzanas. Lugar muy concurrido, con varias líneas de tranvías que en aquellos tiempos era el principal medio de locomoción y el colmo del progreso. Y en la esquina había una fuente pública, que se puede ver hasta el día de hoy, a la que íbamos frecuentemente en los meses estivales, para traer a casa en un cántaro el agua fresca de la montaña que de allí manaba. Se ha de recordar que en esa época la nevera era un artículo de lujo del que pocos podían gozar.

Mientras tanto, mi padre dejó de ser vendedor ambulante y se convirtió en fabricante de corbatas. En aquella época era inadmisible que un hombre, de cualquier condición social que fuera, no llevara esa prenda, pero su precio era caro y a veces, exorbitante. De modo que tuvo una idea para propiciar el negocio: fabricación en gran escala que redujera los gastos y permitiera abaratar la mercadería. Mi papá se encargaba de cortar las telas y las entregaba a las obreras que se las llevaban a casa para coserlas. Volvían flamantes, en un sinfín de colores y dibujos, según la moda de entonces. Muchos amigos de papá, convertidos en ambulantes, pasaban por las arterias más céntricas de la ciudad llevando las corbatas en el brazo y gritando “A peseta”. Aún para entonces era precio de ganga. Las ventas aumentaron considerablemente y parecía como si la idea hubiera conquistado el mercado. Recuerdo que incluso se llegó a vender esa mercadería a las colonias, no sólo al Marruecos español sino también a Río Muni (Guinea Continental) y Fernando Poo. Mientras tanto, mi tío se había establecido en Madrid, y regentaba la sucursal que Manufacturas Palomo y Adjiman tenía en la capital. Desde luego, la idea afectó a muchas tiendas de la ciudad, y parece ser que entre los comerciantes había algunos que le guardaban rencor por la competencia que le hacía. Tal vez ese fue, en última instancia, el principal factor de su incomprensible arresto.

La Guerra Civil
La vida seguía su curso normal, aunque el país estaba sufriendo los altibajos de una seria situación sociopolítica. Para decirlo en breve, las cosas no andaban bien. En aquella época la principal fuente de noticias eran la prensa y la radio. Papá solía leer asiduamente el diario, y escuchaba sobre todo la emisora EAJ-15 (Nota: El autor se refiere a Radió Associació de Catalunya), que emitía en catalán. Las informaciones era cada vez más preocupantes: la derecha católica y tradicionalista deseaba poner término a una república tambaleante, en las que fuerzas liberales no podían llegar a un común denominador, ni siquiera a una tolerancia mutua. La Iglesia insistía en su pretensión dominante, enfrentándose contra un anticlericalismo militante, mientras que a ojos de la burguesía la sombra del comunismo parecía acechar por doquier.

El 18 de julio estalló la sublevación militar de Franco. Tenía entonces apenas seis años cuando, oculto tras los visillos de la sala que hacía las veces de taller, trataba de ver desde el piso principal donde vivíamos lo que ocurría en la calle. Se escuchaban disparos y hasta nosotros llegaba el desagradable olor de los incendios, provocado por la quema de las iglesias. Me estaba terminantemente prohibido salir siquiera al balcón; Barcelona hacía frente a los efectivos militares revolucionarios; las fuerzas de la Generalitat, apoyadas por los guardias de asalto y columnas de obreros movilizados por los sindicatos, luchaban con inusitada valentía. En toda la ciudad se habían erigido barricadas para resistir los ataques de las fuerzas rebeldes. Luego pasaron de la defensa a la ofensiva. Finalmente, dos días más tarde el general Godoy, llegado de Mallorca para asumir el mando de los efectivos sublevados, se entregaba a las fuerzas leales a la República. Barcelona quedaba bajo el control de la República y la Generalitat.

La guerra también nos afectó. Papá, como patrón y pequeño industrial que era, en teoría estaba del otro lado, por ser una persona con ciertos medios. Pocos días después de la revolución llegaron representantes de los gremios obreros de tendencia troztiska, que se proponían incautarse de los bienes de nuestra familia, considerada burguesa. Pero papá tenía amigos que militaban en la izquierda, y con su intervención se pudo paliar lo que tenía que ser una clásica "requisición", con las serias consecuencias personales que ello hubiera podido tener. Sin embargo, el negocio fue colectivizado, las costureras empleadas a destajo formarían parte del personal permanente, y como tales pasarían a instalarse en el taller; es decir, en nuestra casa. Por otra parte, se había creado una situación poco propicia para el negocio; ya no estaba de moda ponerse corbata, era símbolo de la burguesía que la izquierda combatía con tanto ahínco. Por lo tanto, papá cerró su pequeño taller, compensó a las obreras y abrió un nuevo negocio alquilando una tienda en una calle próxima. Se convirtió en mayorista de diversos artículos de cuero así como de perfumería. Los tiempos eran difíciles, pero las relaciones comerciales creadas en el pasado le sirvieron para mantenerse a flote.

Mientras tanto, la guerra civil hacía estragos. No sólo el país estaba dividido, enfrentado en una lucha fraticida horrorosa, sino que la vida se había hecho muy difícil. Escaseaban los artículos comestibles de primera necesidad, y todo había sido racionado. Cataluña pasaba hambre. Las noticias eran alarmantes, la guerra se prolongaba y los sublevados ganaban terreno, mientras que el lado republicano sufría una derrota tras otra. Bien recuerdo que en muchas ocasiones papá me enviaba al quiosco próximo para comprar su diario preferido, “La Vanguardia”.
Lo más sorprendente es que un mocoso como yo, que debía tener apenas siete años, se entretenía leyendo los títulos de las principales noticias mientras volvía a casa. Sencillamente, su lectura me interesaba, aunque seguramente poco sería lo que comprendiese. Desde entonces, la prensa ha tenido para mí una atracción particular, y ha sido mi principal elemento de trabajo: la revisión de los diarios y la traducción y el análisis de la actualidad. Llegaría un día en que me dedicara al oficio de periodista, y me encargaría de redactar en Israel la primera publicación en castellano. A propósito, este semanario llamado “Aurora”, se publica en Tel Aviv hasta el día de hoy, más de cuarenta años luego de su fundación.

Mientras tanto, llegaron los bombardeos: la aviación italoalemana atacaba los centros urbanos para crear el pánico y desmoralizar a la población civil, el puntal de las fuerzas que luchaban en el frente. Los Stukas alemanes se entrenaban para futuras operaciones militares. Su acción era espeluznante: primero se escuchaba el zumbido de los aviones, luego generalmente sonaban las sirenas y poco después el ambiente se estremecía al oírse el estruendo del avión que descendía en picado para lanzar sus bombas y remontarse luego a las alturas. La explosión de los mortíferos proyectiles conmovía el ambiente, y hacía temblar las casas. Por lo general la gente se refugiaba en los sótanos o, si había una estación de metro cercana, solía bajar a ella e incluso pernoctar allí. Como lo harían más tarde los londinenses en la II Guerra Mundial.

Recuerdo como si fuera hoy una mañana en que estaba solo en casa. Corría el mes de enero de 1938. Mi madre había bajado a hacer compras y mi padre estaba en la tienda. No había ido a la escuela, ya que era peligroso salir a la calle, sobre todo en uno de esos días de tan intensos bombardeos. Desde luego, ni en casa ni en el colegio había refugios. Una alarma seguía a la otra. Las explosiones se escuchaban claramente, y a veces demasiado cerca. El edificio temblaba una y otra vez, a veces caían trozos de argamasa del techo. Parecía como si fuera el fin del mundo. De algún modo me pude contener, aunque confieso que estaba sumido en el pánico. En un respiro de los ataques llegaron simultáneamente mamá y papá. Afortunadamente, estaban a salvo. Papá relató que sobre el edificio en donde trabajaba cayó una bomba, hizo un boquete en la azotea sin estallar y su caída fue detenida por una cama, matando al hombre que había insistido en seguir acostado. Ello habría amortiguado de algún modo la caída, y la bomba no estalló. En caso contrario, seguramente todo el edificio se hubiera desplomado.

El 17 de marzo de 1938 fue un día fatal para Barcelona: los bombardeos se sucedían uno tras otro desde la noche anterior, y habían causado múltiples víctimas y serios daños materiales. La aviación italogermana atacaba la ciudad indiscriminadamente; no se trataba de destruir algún que otro objetivo militar, sino de crear el caos en la capital catalana. El desalmado operativo tuvo éxito: cundía el pánico por doquier y se produjo un éxodo masivo hacia fuera de la ciudad. Las estaciones de ferrocarril se vieron abarrotadas, y era muy difícil incluso llegar a los andenes, de cualquier modo colmados de familias que habían buscado refugio. Muchos barceloneses fueron caminando hacia los alrededores del cinturón urbano para instalarse y pernoctar al descampado; muchos otros buscaron refugio en los pueblos de la provincia, que generalmente no eran atacados.

Mis padres prepararon algo de ropa y otros efectos indispensables, tomamos las maletas y salimos de casa. Las calles estaban llenas de gente que aterrorizada buscaba donde refugiarse. Pocas eran las líneas de tranvías que todavía funcionaban, aquí y allí se veían los destrozos causados por los bombardeos. Tuvimos que ir a pie hasta la plaza Cataluña en donde estaba la estación del ferrocarril eléctrico, que llegaba hasta Terrassa y Sabadell. No había modo de bajar siquiera a los andenes; estaban colmados de un gentío alocado, y sólo los más fuertes lograban subir a los trenes que, afortunadamente, seguían su trayecto regular entre una y otra alarma. De algún modo seguimos caminando hasta llegar a la próxima estación, que era la de la calle Muntaner. Pronto comprobamos que los convoyes pasaban sin parar: estaban repletos. Entonces subimos a un tren que regresaba a Barcelona; no éramos los únicos en hacerlo, al llegar nos quedamos y de algún modo pudimos retener nuestros asientos ante la turba que se abalanzó como una riada sobre los vagones medio vacíos.

Bajamos en Rubí, a la sazón un pequeño pueblo, a una veintena de kilómetros de Barcelona. Allí vivía un conocido de papá, que había sido vendedor de corbatas, y se había convertido en propietario de una pequeña granja. Nos recibieron con la cortesía habitual de los catalanes, y pudimos estar unos días con ellos. Más tarde, como muchos otros barceloneses allí refugiados, alquilamos un pequeño apartamento en el pueblo. Habíamos podido escapar de los horrores de los bombardeos, y aunque la situación no era fácil y se pasaba una época de privaciones y hasta de hambre, por lo menos gozábamos de cierta tranquilidad.

Papá solía trasladarse cada día a Barcelona para visitar nuestro piso y tratar de hacer algo en su negocio. Desde luego la actividad comercial estaba muy restringida; se compraba únicamente lo esencial y poco interés había por la mercadería que ofrecía. Vivíamos de hecho con los ahorros de tiempos mejores, esperando que se aclarara la situación. Mucha otra gente estaba todavía en condiciones peores. Es sabido que en aquella época cundía el hambre en Cataluña, faltaba de todo ya los abastos no podían satisfacer las necesidades de la población. Florecía el estraperlo, y para adquirir alimentos era necesario pagar el doble y hasta el triple de su precio normal a los especuladores, que hacían su jauja a costa de la guerra. Es cierto que estando como estábamos en un pueblo nuestra situación era mejor, pero no en mucho. Como en las ciudades, también allí faltaban artículos esenciales como pan, arroz, azúcar, aceite y harina. Las mongetes o sea judías y los garbanzos también se habían convertido en productos de lujo, y conseguirlas no era fácil.

Mientras tanto, habíamos establecido relaciones con otras familias refugiadas de Barcelona, entre ellas una de evidente categoría de apellido Pellicer. Era un conocido abogado de la Ciudad Condal y se veía que tenía cierto abolengo. En ocasión de mi cumpleaños (tenía entonces ocho años) se invitó a todos los amigos a una reunión. En el destartalado fogón que había en la cocina se prepararon unos garbanzos cocidos, que era un artículo que aún se podía encontrar. Se improvisaron otras “viandas” que en tiempos mejores no hubiéramos siquiera considerado, y resultó ser una fiesta muy agradable en la que reinó un ambiente muy cordial y, lo que es más importante, nadie quedó hambriento, lo cual no sucedía cada día. Recuerdo todavía como los que llegaban se excusaban porque traían como regalo alguna que otra chuchería que era todo lo que se podía conseguir: alguien me compró una pequeña caja con lápices de colores que más bien raspaban el papel que lo coloreaban, pero eso realmente me encantó. Recuerdo que la conversación de sobremesa fue animada; se habían tomado algunas copas del vino local, lo que había levantado los ánimos. En un momento dado surgió una seria discusión: no, no se hablaba de la guerra, ni de posiciones políticas. El problema parecía ser de particular importancia, porque la controversia peligraba convertirse en todo un altercado… Aunque pareciera una anomalía, el tema tan discutido era… cómo escribir la palabra "lejía". ¡Qué tozudos se mostraban los dos bandos! Era una cuestión de honor que les había complicado en tan acalorada discusión. Unos decían con “ge”, mientras que otros insistían en la “jota”. Como nadie tenía un diccionario, el interrogante quedó insoluble. Desde entonces he sabido con certeza el modo correcto de escribir ese término; era algo que no podía olvidar. Incluso podría decir, mi mejor regalo de cumpleaños. Por un momento se habían olvidado los horrores de la guerra. Porque al final se decidió, de común acuerdo, borrar ese término de nuestro vocabulario personal. Ya no era lejía, era aguardiente para la colada… Y todos contentos.

Desde luego no iba a la escuela. Los colegios rurales estaban repletos, faltaban los maestros movilizados y de cualquier modo parece ser que el nivel era tan bajo, que muy poco era lo que hubiera podido aprender. Pasé una época de soledad, porque los chicos del pueblo no miraban con simpatía a uno de esos "refugiados altivos" que habían llegado de la gran ciudad. En aquel entonces Rubí era una pequeña localidad, cuyos habitantes se dedicaban en su mayoría a la agricultura. Es decir, estaba poblado por el tradicional payés catalán, un tanto retraído al trato con los extraños. Es cierto que con el tiempo me hice algunos amigos, sobre todo entre los niños llegados de la ciudad, pero de todos modos la situación social no era ideal para un chico que no fuera del pueblo.

Después de mi cumpleaños que cae a mediados de diciembre, comenzaron a llegar alarmantes noticias sobre la guerra: los nacionalistas estaban ganando batalla tras batalla, y cada día que pasaba se acercaban más. Hasta que un día llegaron a Rubí. No recuerdo que hubiera lucha, las tropas de la República se retiraban prácticamente a la desbandada. Un día vimos como huían precipitadamente quienes con tanta razón temían la represión de los fascistas, y al día siguiente aparecieron las tropas nacionales. Lo primera cosa que hicieron (además de arrestar a todos los "rojos" que se habían quedado) fue celebrar una misa de campaña, y a nuestra gran sorpresa, casi todos los barceloneses allí refugiados hicieron acto de presencia. Me impresionó particularmente ver a las mujeres yendo al oficio cubiertas con la tradicional mantilla; parecía ser el símbolo del nuevo régimen. Seguramente algunos querían demostrar de ese modo su afinidad con el otro bando, pero se puede suponer que entre ellos figuraban no pocos adherentes del nacionalismo franquista. Nosotros como judíos, mantuvimos la mayor discreción: desde luego que no concurrimos al acto, que reunió a un gran público, y mis padres se quedaron temerosos en casa. A insistencia mía me dejaron salir, no podía quedarme en casa y estaba muy animado por la novedad que había roto el tedio de mi existencia; me pasé todo el día fuera, mirando a los soldados y su armamento y contemplando desde lejos una ceremonia que para mí era toda una novedad: una misa celebrada al aire libre. La iglesia ya no existía; los devotos habían tenido que mantener su fe en secreto. No olvidaré la preocupación con que me recibieron mis padres cuando regresé tan tarde: temían que me hubiera ocurrido algo. Unos días más tarde regresamos a la Barcelona que se había entregado sin lucha alguna. Con la conquista de la capital catalana, la dictadura de Franco afianzaba su dominio sobre toda España.

Una de las primeras cosas que hicieron mis padres fue inscribirme en la escuela. Ya tenía ocho años cumplidos y poco había podido aprender durante la época de la guerra; ahora trataba de recuperar el tiempo perdido. Nadie conocía mi identidad y era uno de los tantos alumnos, pero alguien que se veía forzado a ocultar su fe. Desde luego entre las materias de estudio figuraba en primer término el catecismo y las materias "patrióticas", en la que se ponía especial atención a señalar las virtudes del nuevo régimen, y en elogiar la figura de quien había librado al Estado Español del peligro comunista y judeo masónico. Debía de tener entonces unos nueve años, y no era precisamente el alumno más popular de la clase. Las circunstancias me habían convertido en un niño más bien retraído, que rehuía la popularidad y trataba de pasar desapercibido en un panorama que, de hecho, le era hostil. Cada vez que se hablaba con tanto odio del comunismo judío, me estremecía en mi fuero interno. Pero aprendí a disimular y parecer ser que nadie se habría cuenta que hubiera alguien de esa ascendencia tan denigrada.

Como todos los demás asistía puntualmente a los ritos católicos. De vez en cuando los alumnos formábamos filas e íbamos a la iglesia. Con toda la devoción que se nos exigía, asistíamos a la misa y escuchábamos los sermones de los sacerdotes. Una vez llegamos los alumnos de varios colegios del llamado barrio de Pueblo Seco a uno de esos templos. Como de costumbre, trataba de figurar entre los rezagados, aunque eso no siempre era posible. El niño que yo era de algún modo comprendía que cuanto más inadvertido pasara, mejor estaría. Se hizo el silencio en el templo. Un sacerdote subió al púlpito y habló largamente sobre una de las tantas festividades católicas, refiriéndose a la personalidad del santo cuya fecha se cumplía: tal vez fuera la fiesta de San José que se celebra en marzo. Acabado su sermón preguntó si alguno de los niños estaba dispuesto a subir al púlpito para mencionar un ejemplo adicional relacionado con su relato. Imperó el silencio, nadie se atrevía. Me quedé asombrado cuando mis compañeros de clase me instaron a que subiera; ni siquiera había prestado debida atención a lo escuchado. Nuestro maestro, con faz dominante y severa actitud, me instó a que diera el ejemplo. "Mauricio, va allá", me dijo perentoriamente. Me obligó a alzar la mano, y entonces ya era tarde para cualquier retirada. Me empujaron hacia delante, mientras que otros niños se hacían a un lado para dejarme pasar. Estaba en verdadero trance, no sabía bien lo que hacía. Precisamente yo, un judío entre tantos buenos cristianos; era inaudito, como para no creerlo. Comencé a subir la escalera de caracol que llegaba al púlpito. No tenía la menor idea de lo que iba a decir. El sacerdote me recibió con una sonrisa genial: eso en algo logró tranquilizarme. Pero al ver la masa que tenía abajo, y que me contemplaba con tanta expectativa, me sentí desfallecer. De algún modo comencé a hablar; siempre he tenido voz sonora y cierta facilidad de palabra, de modo que al empezar comenzaron a afluir las frases. Confieso que hasta el día de hoy nada recuerdo de lo que dije, pero parece ser que me expresé como pude, creo haber hablado coherentemente; de otro modo no se explica que al bajar y reunirme con mi grupo, mis compañeros me recibieran con tanto afecto, y el maestro, un tal Caetano de origen andaluz que era falangista, se mostrara tan satisfecho. Nuestra clase había ganado puntos al haber sido uno de sus alumnos el que comentó el sermón. Pero yo estaba cohibido y hasta resentido. No, no me sentía satisfecho. Me habían obligado a decir algo en lo que no creía… Hoy en día, después de tantos años, recuerdo este increíble episodio con una sonrisa a flor de labios. Salí bien parado de un percance que hubiera podido tener malas consecuencias. Además, si lo hubieran sabido…

No estuve en una sola escuela; pareciera como si para ocultar mi origen fuera de una a otra. Mis padres no ocultaban su inquietud, y temían que me ocurriera algo si llegaran a descubrir mi identidad. No sé cómo se las arreglaron para inscribirme, estimo que para ello era necesario la fe de bautismo. Pero mi papá hablaba con tanta soltura y les decía que lo habíamos perdido con otros documentos en uno de los bombardeos, una explicación muy lógica, que lograba convencer a todos.

Los cambios también obedecían a otra razón. No es ningún secreto que en esos años el sistema escolar era pésimo; yo no lo podía saber, pero sí podía apreciar que la mayor parte de la jornada se dedicaba a temas que no me interesaban. Entre aprender el catecismo y las parábolas de los santos y la insistente alabanza al nuevo régimen (el culto a la personalidad de Franco había llegado a su extremo), ni quedaba tiempo para las materias esenciales. Pero bien se dice que el saber no ocupa lugar. Aprendí bastante bien el Antiguo Testamento, y muchos años más tarde, cuando tuve que traducir guías turísticas para peregrinos cristianos a Tierra Santa, mis conocimientos de los Evangelios me ayudaron mucho. Incluso me quedé sorprendido cuando tantos años después pude recitar de memoria el Padrenuestro. Se trataba de una descripción de la Iglesia del Pater Noster, en Jerusalén, en donde en la actual capilla carmelita figura el rezo que Jesús enseñó a sus discípulos traducido a 60 idiomas. (Lucas 11:2-4) Recuerdo que sabiendo que el texto había sido modificado, llamé a un sacerdote español en Jerusalén que había conocido en la Embajada donde trabajaba entonces. Fue tan amable como dedicarme unos minutos y recitarme la nueva versión. Así figura, creo, la versión correcta en ese libro.

Finalmente me inscribieron en un instituto diferente: se llamaba Colegio Academia Barcelona, un lugar que jamás olvidaré. Estaba no muy lejos de casa, en la calle Viladomat. Podría ir y volver solo; con mis once años ya se me consideraba capaz de hacerlo. La escuela era de lo más liberal que se podía concebir en aquella época. De entrada ya se notaba un ambiente diferente, que contrastaba con el tan severo y austero aspecto de otros establecimientos pedagógicos, que parecían más bien claustros de monasterio que aulas de colegio. Aquí era todo era diferente. El ambiente acogedor me gustó desde un principio; se notaba la diferencia: en lugar de la rígida disciplina de los establecimientos previos, reinaba allí un ambiente mucho más informal y agradable. Su director era el señor Pagani, un hombre de cierta edad que había sido pedagogo toda su vida, y su hijo era el maestro de nuestra clase. Era un apuesto joven de aspecto risueño que se llamaba José José Mariné. No me explico cómo, pero había cursado sus estudios en Suiza, por lo que conocía los últimos sistemas pedagógicos. Como los libros de texto que se podían conseguir eran tan arcaicos, se tomó el trabajo de redactar los suyos propios, que luego se encuadernaban como simples cuadernillos. También tenía otras iniciativas prácticamente revolucionarias. Llegadas las vacaciones nos indicó que estaría en el colegio tres veces por semana, a disposición de quienes quisieran venir. Muchos llegamos a esas sesiones informales. De cualquier modo teníamos tanto tiempo libre. ¿Qué hacíamos? Cosas interesantes que no figuraban en los temas de estudio. En la forma más informal nos daba una clase de música: primero explicaba la vida y la obra de un compositor dado, y luego en el gramófono a manivela que tenía, escuchábamos alguna de sus obras. Otro día escribía verdaderos garabatos en la pizarra, y nos enseñaba el modo de descifrar esa escritura, semejante a la que solían usar los médicos en sus diagnósticos y recetas. El fue quien llevó a cabo el que seguramente fue primer test escolar moderno jamás realizado en una escuela barcelonesa: nos hizo múltiples preguntas, tomó numerosas notas y luego redactó su opinión con abundantes consideraciones. Cada uno recibió su evaluación personal. Recuerdo que me sentí un tanto decepcionado cuando leí lo que allí decía: no parecía que su opinión fuera particularmente positiva en mi caso; lo que había escrito allí de ningún modo se refería a un alumno bien dotado. Aunque he perdido ese documento, sí puedo decir una cosa: era muy extenso. Y el jovial maestro nos explicó en clase: "No voy a revelar la opinión que me merece cada uno de vosotros; lo único que diré es que cuanto más haya escrito sobre alguien, eso implica que más personalidad ha de tener". Durante mis primeros años en Palestina mantuvimos un intercambio postal muy cordial, hasta que repentinamente dejó de escribirme. Mis indagaciones pusieron en claro que había fallecido. Era un hombre joven y hasta el día de hoy mantengo la sospecha que habría sido víctima de sus ideas liberales.

Lamentablemente tuve que dejar la escuela dos años más tarde. Mi familia tuvo que abandonar Barcelona y salir del país. Mi padre había sido calificado por el régimen como persona indeseable. Luego de tres años de reclusión, la única salida era abandonar el país. Nos habíamos convertido en parias. España volvía a expulsar a los judíos

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