Esperanzas
Por Moshe Yanai
Por Moshe Yanai
Luego del arresto perentorio de papá en diciembre del '40, se hizo lo imposible en Barcelona para que recuperara la libertad. Mamá había contratado a los abogados más indicados. Todos cuidadosamente elegidos por ser fervorosos partidarios del régimen y hasta falangistas, que cobraron jugosos honorarios para ir a Madrid, y volver diciendo que "el expediente está en trámite" y "dentro de poco conseguiremos buenos resultados".
De nada sirvieron. El problema es que nadie llegó a saber de qué se le acusaba. Una persona que jamás se había metido en política, que nunca fue miembro de partido alguno, se había convertido en un enemigo del régimen. En un momento dado se nos insinuó que si lograba conseguir un visado para ir a otro país, recobraría la libertad. Pero a principios de los años cuarenta había en Europa centenares de miles de judíos en situación aún más precaria, y ningún país estaba dispuesto a ofrecerles asilo aunque bien sabían que ello era su última esperanza.
En definitiva, hasta el día de hoy no hemos podido saber la razón de su arresto. Otros judíos no fueron molestados. Pero nadie se sentía tranquilo en aquellos días. Los franquistas se vengaban con creces de los republicanos. Se habían cometido tantas barbaridades en ambas partes de esa calamitosa guerra, que quedaban muchas cuentas por saldar. Y una simple denuncia era suficiente para que el sospechoso perdiera la libertad, y a veces incluso la vida.
En 1943 fue repentinamente puesto en libertad. Aparentemente se trataba de un error; algún funcionario poco eficiente habría cometido una equivocación, y todo lo conseguido fue un mes en casa, tratando de renovar su vida truncada tan brutalmente. Pero nuevamente fue arrestado y esta vez internado en otro campo de concentración, ahora establecimiento carcelario: Nanclares de la Oca. Pero con la diferencia de que los "inquilinos" eran en este caso la hez de la sociedad española: sanguinarios criminales comunes, ladrones de categoría y otros malhechores de similar calaña que cumplían largas condenas. Su situación empeoró apreciablemente. David Blickenstaff, representante oficial en España de las organizaciones de ayuda norteamericanas, y quien era de hecho una suerte de cónsul general para quienes carecían de representación diplomática, visitó este notorio penal franquista y comprobó que los presos eran sometidos a trabajos forzados, y objeto de un trato brutal.
A fines de 1942 corrió por Barcelona el rumor de que había llegado el representante de una organización judía. Nos dijeron que era un emisario de la JOINT llamado Samuel Sequerra, que había instalado su sede en el hotel Bristol. Se trataba de un judío observante de nacionalidad portuguesa, que fue enviado por esa organización para tratar de salvar a los judíos apátridas españoles, y los que llegaban atravesando clandestinamente los Pirineos. Nosotros no teníamos idea de lo que era esa entidad, pero se nos indicó que ayudaba a los judíos, y venía para enviar a Palestina a quienes estaban privados de libertad. Tenía certificados de inmigración de la escasa cuota que las autoridades británicas habían impuesto para el ingreso a ese país, y cada uno valía su peso en oro. Como era natural, fuimos de los primeros en inscribirnos. Y entonces comenzaron las gestiones en serio. Con la promesa de que tenía a dónde ir, Madrid comenzó a aflojar. Sabemos que por una razón inexplicable papá fue considerado enemigo del franquismo durante mucho tiempo más, pero los españoles no querían seguir el ejemplo de los alemanes. No les entusiasmaban los judíos, pero sacaron buen provecho de ellos. Tenemos fundadas razones para creer que considerables fondos judíos fueron a parar a las arcas del Estado Español, a cambio de la vida de esos detenidos, y de los que no fueron molestados.
En nuestro caso, las gestiones avanzaban. Obtuvimos una promesa formal aunque tal sólo verbal y no por escrito como habíamos pedido, de que papá sería liberado para poder embarcarse con nosotros. Esto era lo que se había podido conseguir, y nos aferramos a esa esperanza desesperados luego de tanto tiempo. Mientras tanto, qué hacer con todo el patrimonio tan laboriosamente creado a través de los años. Traspasamos el piso por una suma irrisible, y vendimos todo lo que teníamos por unas pesetas. Y así emprendimos viaje hacia lo desconocido, hacia una Palestina de la que nada sabíamos. Llegó el día de la partida. En la estación central de Barcelona se aglomeró lo que parecía ser un enorme gentío. Era algo sorprendente: pareciera que toda la comunidad judía había llegado para despedirnos. Éramos varios centenares de personas y viajábamos en tren especial. Los últimos abrazos de despedida y el convoy se preparó a marchar. Entonces, como por encanto se escucharon las estrofas de una canción, de letra incomprensible, pero que algunos comenzaron a entonar visiblemente emocionados. Sólo después supimos que era "Hatikvá" (Nota: pulsa sobre las palabras en azul para descargar el Himno) "La Esperanza", la que ardía en todos los corazones, para lograr un futuro mejor. Y la melodía que debería convertirse en el himno nacional de Israel.
Después de una breve estada en Madrid, en donde se agregaron otros refugiados, reanudamos el viaje hacia el sur. Nuestro destino era Cádiz, en donde nos alojaron en un modesto hotel. Mi padre y otros detenidos, entre los que figuraba mi tío Alberto Adjiman, no habían llegado todavía. Pero arribaron unos días más tarde, y su llegada fue acogida con un gran suspiro de alivio al ver que se cumplía la promesa. Venían escoltados por policías armados, y debían ser internados en el presidio local. Sin embargo el jefe de la policía local quedó convencido que nadie pensaba escapar: ¿lo harían cuando tenían la libertad prácticamente al alcance de la mano? De cualquier manera la cárcel estaría llena de enemigos del régimen así que posiblemente no sabía siquiera dónde encerrarlos. Solucionó el problema al muy generoso modo como a veces obran los españoles: permitió que todos los presos se unieran a sus familias, a condición de presentarse dos veces por día en la comisaría. Se les había entregado una suerte de certificado de residencia por una semana, entonces no era conveniente estar sin documentación. Transcurrieron unas jornadas bien apacibles en esa hermosa ciudad gaditana. Nuestro barco llegó de Lisboa y eventualmente zarpamos hacia fines de enero. Rumbo a Palestina, camino a lo desconocido. Desde el puente vimos cómo nos alejábamos de las costas españolas. Para mí tal vez era doloroso separarme del país en que nací, pero me sentía animado por el hecho de que mi papá hubiera recuperado la libertad, la familia se había reunido. Y emprendíamos un viaje a donde no imperaba la dictadura; la gente era libre. Por lo menos eran éstos los pensamientos que discurrían por mi mente adolescente. Ya no "Cara al sol con la camisa nueva", como decía el estribillo falangista, sino "Cara al sol hacia un destino que ofrecía nuevas esperanzas".
Aliados Enemigos
Pasada la primera impresión de la llegada a Haifa, se acercó al barco una lancha con una gran bandera inglesa flameando al viento. Todos comenzamos a aplaudir y vitorear, puesto que para nosotros esa insignia era un símbolo de democracia y libertad. Los marinos británicos quedaron un tanto sorprendidos, pues no acostumbraban ser recibidos en forma tan cordial. Todo por el contrario, la población judía, el yishuv, estaba abiertamente contra ellos. Y los militares ingleses eran el blanco de los extremistas que los acosaban incesantemente.
Palestina era entonces una colonia británica, que en virtud de la Declaración Balfour de 1917, había sido prometida como "hogar para el pueblo judío". Si bien inicialmente el mundo árabe no se opuso, con el tiempo los extremistas comenzaron a presionar para que no se cumpliera la promesa. Es tierra árabe, exclamaban, y comenzaron a presionar sobre Londres. El Foreign Office, que ha sido tradicionalmente pro-árabe, hizo lo imposible para que se "postergara" el cumplimiento de lo prometido, y se obrara de modo tal para que en última instancia no se concretara. Consecuentemente, las autoridades británicas proclamaron el llamado "Libro Blanco", en virtud del cual comenzaron a obstaculizar la colonización judía, prohibieron la venta de tierras y cerraron las puertas del país a la inmigración judía, instaurando un régimen de cuotas que la limitaba mayormente. Ello dio lugar a un movimiento de protesta político que encabezaron el conocido científico Dr. Haim Weizmann y el fogoso dirigente laborista David Ben Gurión.
Simultáneamente, se crearon varias organizaciones de autodefensa judías para hacer frente a los embates del populacho árabe, que atacaba las nuevas colonias, asesinaba a campesinos judíos, y emboscaba el tráfico por carretera. Y lo hacían con relativa impunidad, ya que las autoridades británicas dejaban en sus manos la tarea de intimidar a la población judía y, por lo tanto, desbaratar todos los planes de crear ese "hogar" que tanto les había complicado sus relaciones con los países árabes. Porque estos últimos eran mucho más influyentes que ese puñado de idealistas judíos descarriados, que pretendían crear un Estado para un pueblo que, de cualquier modo, ‑pensaban- se estaba extinguiendo. Y no se debe olvidar que para aquel entonces Arabia Saudí era ya un principal productor de petróleo. Por el contrario, Israel nunca ha sido un país productor de crudo. De hecho, siempre ha carecido de riquezas naturales, y hace un siglo era un páramo dejado de la mano de Dios, habitado por indigentes felajim árabes y tribus de beduinos que, para decir la verdad, además de obtener un escaso rendimiento del desierto se dedicaban más bien a asaltar los caminos. Estas circunstancias le han restado al país la influencia que hubiera podido tener en el ámbito internacional, sobre todo en los primeros años de su existencia.
Precisamente en el día en que llegó el "Nyassa" a Haifa, se había agravado la situación. Etzel, las iniciales en hebreo de "Organización Militar Nacionalista", una de las tres agrupaciones clandestinas judías, había decidido poner término a la tregua impuesta por la moderada Haganá, que había cesado sus actividades militares contra el régimen británico siempre y cuando lucharan con un enemigo común aún más sanguinario: el nazismo. Pero a fines de 1943 Menahem Begin asumió el mando de la organización, e inició el "Mered", o la revuelta. Leji, (Combatientes por la Libertad de Israel), la tercera organización y la de menor tamaño que era aún más extremista, nunca interrumpió sus operaciones contra la potencia mandataria.
Luego de fondear en Haifa, el barco amarró y bajamos a tierra. El puerto no parecía diferente de cualquier otro, pero los estibadores árabes iban vestidos con sus pintorescas prendas orientales. Aún desde lejos ya se percibía un olor desagradable, que con el tiempo descubrimos que no era otro que el de la mugre de quienes no tenían noción de lo que era la higiene personal. Y también percibíamos que el ambiente era totalmente diferente. Escoltados por soldados armados nos hicieron subir a toscos autobuses, y algunas mujeres se acercaron para decirnos algo en una lengua incomprensible. Nos hablaban sonriendo y con otros gestos de bienvenida en el hebreo renacido que nadie entendía. Y nos ofrecieron naranjas y una suerte de turrón al que llamaban jalva.
Comenzamos a viajar y una hora más tarde llegamos a un campamento militar. Guardias por todas partes, altas vallas con rollos de alambre de púas en lo alto que impresionaron tan severamente a quienes acababan de recobrar la libertad. Habíamos arribado al campo militar de Atlit, el centro principal de recepción de inmigrantes del país. Lo primero que hicieron, fue separar a los varones de las mujeres. Nos instalamos en largos barracones, como en los campos de concentración. Eso de por sí ya creó confusión y cierto recelo. A qué se debía ese tratamiento tan poco cordial. Aunque el ambiente estaba cargado, los optimistas estimaban que se debía a una norma que debía ser cumplida. Nos aseamos y los mayores fueron objeto de largos interrogatorios. Aunque eran inmigrantes legales, las autoridades sospechaban de todo judío que ingresara en el país. Nosotros, los niños, fuimos llevados a una amplia sala en donde nos esperaba un grupo de mujeres, que nos examinaban de pies a cabeza. Eran las primeras israelíes con las que tuvimos un contacto personal. No lo sabíamos entonces, pero entre ellas figuraba Henrietta Szold, la gran dirigente sionista que era entonces presidenta de Aliyat Hanoar, la organización de inmigración juvenil. Una dirigente de gran temple, estadounidense de nacimiento, que fue miembro del Comité Ejecutivo del yishuv y logró salvar a miles de niños del exterminio. Nos explicaron que como nuestros padres tendrían que alojarse temporalmente en el Beit Olim, la Casa de Inmigrantes, era preferible que fuésemos a un internado en donde aprenderíamos el idioma, para luego proseguir nuestros estudios.
Como es obvio, el desconocimiento del hebreo era el principal obstáculo para integrarnos en el nuevo ambiente. Nadie nos había preparado para adquirir siquiera los conocimientos más elementales. En Barcelona no había escuela judía, y como ya se ha dicho, frecuentábamos los establecimientos escolares comunes.
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