Tensión política
Por Moshe Yanai
Mientras tanto, pasaba lo que lamentablemente suele ocurrir con tanta frecuencia en este país: se estaba agravando la tensión política. Ello ante la negativa de Gran Bretaña de renunciar a su Mandato y cumplir con lo dispuesto en la famosa declaración Balfour de 1917, que como se ha dicho, prometía la creación de un “hogar judío en Palestina”.
El problema más urgente era encontrar asilo para los centenares de miles de personas desplazadas en Europa, supervivientes de la atroz tragedia que conocemos como la Shoá, u Holocausto.
Los muchachos de la Brigada Judía eran el principal instrumento para encauzar esa corriente hacia la Tierra Prometida, pero aquí tropezaban con el problema de las exiguas cuotas impuestas por el Libro Blanco, que habían detenido de hecho la inmigración judía. Se trataba de una medida para acallar las protestas de los árabes, evitar que perdieran su mayoría etnográfica en el país y “equilibrar” la política del Foreign Office en el Medio Oriente, aunque ésta de cualquier modo siempre tuvo un cariz netamente pro árabe.
La “inmigración ilegal” fue el principal instrumento de la lucha para restaurar el Estado Hebreo, iniciado con el retorno al terruño ancestral en las postrimerías del siglo XIX. Ello se debió, más que nada, a la agravación de los pogromos en Rusia y Polonia, que llegaron a acusar un alto nivel de víctimas. De hecho, Palestina no atraía a las masas judías por ser un país virtualmente asolado por siglos de abandono que habían convertido la “Tierra de Leche y Miel” bíblica en un verdadero páramo. La mayoría veía en el Nuevo Mundo liberal un refugio seguro, en donde el judío podría conservar sus tradiciones y gozar de la seguridad personal que le habían privado los cosacos y los antisemitas en el viejo continente.
La visión de Teodoro Herzl, el fundador del sionismo, de crear un Estado judío en estas tierras era considerado por muchos como una utopía atractiva pero muy poco práctica. ¿Qué podía hacer el judío en un país tan desolado como era la Palestina de aquella época? No tenía recursos naturales, no ofrecía trabajo alguno ni tampoco podía acoger a los millones de infelices que deseaban renovar su vida en un ambiente más propicio. Los pocos pioneros que llegaron al país llevaban una vida muy rústica y dura, tenían que luchar contra los elementos, las incursiones de los árabes locales, y la falta de medios de subsistencia.
La inmigración fue siempre el leit motiv del Sionismo, y demostró ser la llave para la creación del futuro Estado. El Holocausto había sido un terrible golpe para el judaísmo mundial: el asesinato de seis millones (de un total de dieciséis millones en todo el mundo que señalan los censos de 1937) era una pérdida irreparable, pero el hecho que entre los perecidos figurase un millón de niños parecía haber truncado toda posibilidad de recuperar lo perdido. Por otra parte, en EE.UU., el país que había acogido al mayor número de inmigrantes judíos, se evidenciaba una notable corriente de asimilación, que también contribuía a ese proceso. Lo mismo parecía ocurrir en la América Latina en general y entre la comunidad judía argentina, en particular. Pareciera ser que el judaísmo, aunque habría sobrevivido casi dos mil años de exilio, estaba ahora condenado a desaparecer.
Fue debido a la férrea voluntad de los idealistas que se prosiguió el proceso iniciado para concretar la aspiración milenaria de crear el Estado. Y, lamentablemente, otras circunstancias contribuyeron a plasmar lo que siempre constituyó una utopía. Decenas de miles de judíos que habían sobrevivido los horrores del Holocausto, andaban errantes por el continente europeo después de la guerra: no tenían a dónde volver, y los pogromos sucedidos en la Polonia de la posguerra era un ejemplo trágico de ese antisemitismo tan arraigado, sobre todo en Europa Oriental. Por lo tanto, se vieron en la obligación de encontrar un refugio alternativo. El Nuevo Continente era el más prometedor; los judíos de EE.UU. habían creado una comunidad muy próspera, y las posibilidades que ofrecía el país eran ilimitadas. Algunos preferían ir a la Palestina, a pesar de toda la problemática que involucraba este disputado país. Pensaban que allí podrían renovar sus vidas en un ambiente más acogedor; de hecho, habían perdido la confianza en el mundo cristiano; pensaban que siempre tendrían que hacer frente a ese azote que se conoce como el antisemitismo.
Esos judíos fueron reuniéndose principalmente en Italia, y en número inferior en las costas francesas, yugoslavas y griegas. Las cuotas de inmigración fijadas en 1939 por el Libro Blanco eran tan exiguas que no permitían solucionar el problema.
Entonces, en el verano de 1945, se inició lo que llegó a conocerse como la Haapalá, la inmigración ilegal organizada por la Haganá, la principal entidad subterránea del yishuv judío. Este movimiento contaba con el apoyo de todas las esferas judías, así como de una mayoría de la opinión pública mundial. Su lema era muy sencillo: los supervivientes del Holocausto tienen el derecho de renovar sus vidas en el suelo ancestral de este pueblo.
En el período agosto-diciembre de ese año zarparon ocho embarcaciones pequeñas de Italia y Grecia, que lograron zafarse del bloqueo marítimo impuesto por la potencia mandatoria. Pero a partir de enero del ’46 los ingleses incrementaron sus patrullajes marítimos y aéreos, y desde entonces lograron impedir el arribo de nuevos inmigrantes. Una tras otras, esas frágiles embarcaciones fueron avistadas por esas fuerzas militares, aprehendidas en alta mar y sus pasajeros detenidos.
En 1946 había unos 250.000 judíos en los campos de personas desplazadas en Europa, supervivientes del terrible Holocausto. No sabían a dónde ir; era una masa que llevaba terribles cicatrices, estaba aturdida por la terrible experiencia que había pasado. Decenas de miles de personas eran los únicos seres de familias enteras; no tenían ningún otro familiar en vida; todos habían sido exterminados. En marzo de 1946 una comisión anglo-norteamericana recomendó la admisión de 100.000 refugiados en Palestina, pero el Primer Ministro Attlee se opuso: el Foreign Office temía la reacción de los países árabes a semejante gesto. Se insinuaba con ello que se buscaran otro país a dónde ir, o se quedasen donde estuvieran: es decir, en la Europa en la que había sufrido tanto, y en la que el antisemitismo volvía a levantar la cabeza. Muchos judíos que había logrado conservar la vida regresaron a sus hogares. Pero ya nada tenían, carecían de todo: sus casas estaban ocupadas por otros, sus negocios ya no existían o eran propiedad de cristianos. Su presencia creó una ola de recelo y resentimiento; principalmente en Europa, en donde la minoría judía había sido tan grande. En la ciudad polaca de Kielce, que originalmente había tenido 18.000 judíos (el 40% de la población), quisieron regresar unos 200, pero fueron objeto de un verdadero pogromo en el que perecieron 40 de ellos. Europa nada quería saber de los judíos expulsados por los nazis; las naciones subyugadas por Hitler había logrado vencerlo, pero su antisemitismo seguía latente. Muchos fueron los que comprendieron que para el judío existían un sólo lugar: el futuro Estado de Israel.
Una de las primeras medidas adoptadas ese 14 de mayo del '48 fue abrir las puertas el país, que quedaron abiertas de par en par para todo judío que quisiera instalarse en país. Y llegaron inmigrantes en números sin precedentes. Primero los supervivientes del Holocausto, que en parte habían sido internados en Chipre, y otros que aguardaban en Italia y en otros países europeos. Luego los refugiados de los países árabes, principalmente de Irak y el Yemen, estos últimos en el marco de la llamada "Alfombra Mágica" Unos 50.000 yemenitas –casi toda la comunidad judía se ese remoto y primitivo país árabe- llegaron en alas de esos pájaros enormes, que como por encanto les llevaron de la Edad Media a la civilización moderna.
Más tarde arribaron de otros países, como de Bulgaria y Rumania. Empezaron a llegar los marroquíes y judíos de otros países árabes, como Túnez, Argelia y Libia. E incluso algunos pioneros sudamericanos animados por el reto sionista. Verdaderos idealistas que contribuyeron a labrar el nuevo Estado.
Por lo general esos inmigrantes arribaban hacinados en barcos y aviones, ansiosos de poner término a la pesadilla de un pueblo que había sido despreciado, humillado, pisoteado, y hasta asesinado con impunidad. Llegaron a decenas y centenares de miles. Casi medio millón en los dos primeros años. Vale decir, en ese período aumentó la población judía del país en un 60 por ciento. Esa masa inmigratoria era en su mayor parte indigente, que sólo tenía los miserables bártulos que había traído. A veces ni siquiera esto: sólo poseía la ropa que llevaba puesta. Había entre ellos gente culta, pero eran una minoría. La mayoría eran personas de condición muy humilde que no conocían o tenían una idea un tanto vaga de lo que era la civilización occidental. Y todos hablaban idiomas diferentes. La segunda versión de la torre de Babel. ¿Acaso en estas condiciones era viable crear un Estado normal?
Se planteaba el interrogante de qué hacer con tanta gente, cómo integrarlos, cómo enseñarles las modalidades básicas de vida del siglo XX. Pero ante todo, cómo suplir los elementos básicos para subsistir: casa y trabajo. Y no había dónde alojarlos. Faltaba de todo. Así es que se crearon esos campamentos de tránsito conocidos como maabarot. Surgieron en todo el país como hongos luego de la lluvia. Los inmigrantes vivían en tiendas de campaña con tan sólo los elementos más indispensables para subsistir. Hasta fines de 1951 ya se habían creado 140 maabarot, en los que vegetaban más de 200.000 almas. Y como no había trabajo, se enviaba a los hombres a realizar tareas de emergencia, generalmente en la forestación. Estos hermosos bosques que ahora se pueden admirar en muchos parajes de Israel, fueron plantados y cuidados por esos infelices inmigrantes.
La vida en la Tierra Prometida
Afortunadamente, nosotros no estábamos en condiciones tan precarias. En cierto modo, después de siete años, ya éramos olim vatikim, inmigrantes veteranos. Nos habíamos mudado y vivíamos, mis padres y yo, en una vivienda mejor, en el último de los tres pisos de una casa en el mismo barrio. Es cierto que, como la anterior, también consistía de una sola habitación de tres metros por cuatro, pero contaba además de una cocinita. Un tanto minúscula es cierto, pero tenía... agua corriente. También teníamos un cuchitril que era la ducha y retrete que cumplía de algún modo su función, siempre y cuando no le importara a uno lavarse con agua fría y no fuera demasiado obeso. Debo confesar que la casa era un tanto tosca, pero en nuestra situación no prestábamos demasiada atención a las apariencias. Teníamos donde vivir y un techo bajo el cual se podía dormir. Lo importante es que disponíamos de un lugar para sentarse y tomar el aire durante la época del calor estival. Se trataba de hecho del corredor y único acceso para llegar a los tres departamentos adicionales y similares que había en ese piso, de modo que uno tenía que levantarse cada vez que el vecino quería pasar. Desde luego que no teníamos tantas pretensiones como para contar con electricidad: nuestra parte del barrio todavía no estaba conectada a la red. Así es que para cocinar teníamos el famoso primus, el famoso hornillo a kerosén que en cierto modo era la mejor característica de la existencia israelí de aquellos tiempos. Para el alumbrado, que otra cosa mejor que la lámpara a base a ese carburante. Pero no dejaba de ser una casa de tres pisos. No se puede decir que subíamos los toscos escalones hasta el tercer piso en donde vivíamos, teníamos que treparlos con mucho cuidado porque eran un tanto desiguales y no había barandilla, de modo que a gente mayor no le entusiasmaba la idea de venir a visitarnos, lo que tal vez no dejaba de ser una ventaja... Desde luego había sido edificada teniendo sumo cuidado en no despilfarrar dinero. Así es que cada vez que el vecino agarraba un catarro lo sabíamos en seguida: las paredes eran tan sutiles que se le escuchaba perfectamente, ya tosiera como estornudara. Y cuando alguien movía un mueble o algo pesado, nos preguntábamos si acaso estaba ocurriendo un seísmo. Además, cada invierno se nos ofrecía la oportunidad de cambiar de panorámica: de vista terrenal a paisaje acuático. Sí, efectivamente, cada vez que llovía un tanto se inundaba todo el barrio. Y cuando digo inundar, me refiero a que el agua llegaba a veces a un metro de altura. Desde luego la calle no estaba empedrada, era un polvoroso camino que en la época de las lluvias se convertía en todo un lodazal.
No parece haber sido una vivienda ideal, ni tampoco lo era. Pero teníamos la ventaja de que lo tomábamos todo con un grano de filosofía. Por un lado porque no había otro remedio y también porque teníamos fe. Confiábamos en que el futuro nos depararía algo mejor. Y como éramos una sarta de ingenuos, no organizamos manifestaciones ni enviamos pedidos perentorios a la Agencia Judía o a cualquier otra autoridad. Así es que nos arremangamos los brazos y nos pusimos a trabajar en serio. Y en un momento dado pudimos salir de lo que era, en el pleno sentido de la palabra, un barrio miseria.
Cuando se contempla en retrospectiva lo ocurrido en esa época, hoy se puede afirmar que aunque las maabarot eran la única solución viable, resultaron ser una pésima experiencia. Tuvieron una repercusión traumática al labrar el carácter de los nuevos inmigrantes. La gente de hecho no hacía nada, los subsidios estatales, por muy reducidos que pudieran ser, permitían una mínima subsistencia. Algunos psicólogos discuten apasionadamente las repercusiones que habrían tenido esos campos de inmigrantes en la sociedad israelí. Muchos estiman que sus efectos se hacen sentir hasta hoy, y no en un tenor positivo. Eventualmente fueron reemplazadas por los llamados pajonim, una suerte de barracas de madera y chapas de latón, hasta que se llegó al shikún amamí, la vivienda popular que era el tipo de edificación más simple y barata, pero que en comparación con sus antecedentes constituía una casa de lujo en aquellos tiempos.
Pasaron los años, me había convertido en adolescente y concebía muy seriamente los problemas de integración. Me sentía solo, apenas si tenía amigos. Los jóvenes de nuestro grupo llegado en el "Nyassa" eran todos mayores, y no podría pretender ser bien mirado alguien que era considerado una criatura, además de ser un tanto retraído. No hay que olvidar que a esa edad, la diferencia de unos años adquiere un carácter abismal. Además, había otro problema. Aunque seguían hablando en el español traído del extranjero, éste ya no era tal. Tal vez sin darse cuenta lo estaban convirtiendo en ladino, el tradicional judeocastellano de tinte cervantino, conservado por los sefardíes a través de siglos de exilio de la España de los Reyes Católicos. Confieso que no pretendía tener una educación muy esmerada, porque la guerra y otras circunstancias no me permitieron cursar estudios ordenados. Pero tenía especial orgullo en el modo como hablaba en mi lengua natal, y no toleraba ninguna alteración. Eso me habría causado no pocos disgustos; quienes hubieran podido ser mis amigos, estimaban que era un respingado y presuntuoso que se daba aires: "No uses palabras tan técnicas", me habían dicho irritados más de una vez. Para ellos "la técnica" era el empleo de voces que no figuraban en su limitado vocabulario, que sin darse siquiera cuenta se reducía cada vez más. Hasta tal punto, que preferí alejarme de ellos: bien lo dice el refrán: más vale ir solo que mal acompañado.
Pero ello no era una solución; sino más bien un castigo. Fueron años difíciles en el ámbito social. Hasta que conocí a dos hermanos también llegados en el "Nyassa", que se alojaban no lejos de mí. La familia Goldenhirsh: la abuela, la madre y los dos hermanos. Ella, Yvette, unos años mayor que yo; él, Maxim, casi de la misma edad. Como nosotros, eran refugiados perseguidos por el régimen franquista. El padre, un hombre de izquierda había desaparecido cuando las tropas fascistas conquistaron Cataluña. Procedían de Alemania y hablaban ese idioma, amén del francés. Su castellano también era perfecto. Hubo de entrada una sensación de simpatía; para empezar, compartíamos una afición: la lectura. Y a todos nos gustaba escribir. Claro, cosas de adolescentes, pero era una de las mejores distracciones a las que podíamos aspirar en la estrecha situación económica en que nos encontrábamos. Además, en un ambiente que nos resultaba totalmente ajeno, poco era lo que podíamos pretender. Pasé horas muy agradables conversando con ellos; me aconsejaron empezar a leer en inglés, un idioma que estaba estudiando en la Berlitz. Habíamos agotado todo el reducido material de lectura traído de Barcelona, y no podíamos quedarnos sin nada que leer. El hebreo que conocíamos todavía era demasiado superficial, y los temas encarados por la literatura de entonces nos eran desconocidos. ¿Dónde estaban los libros de Julio Verne que tanto nos habían excitado en nuestra niñez? De modo, que ni corto ni perezoso empecé a tratar de leer en otro idioma: Somerset Maugham y Agatha Cristie fueron los dos autores con los que irrumpí en el ámbito anglosajón. Le siguieron Perl Buck y otros autores populares de aquella época. La tarea fue difícil: para empezar tropezaba con serios problemas: apenas comprendía un tercio de lo leído, de modo que era necesaria mucha imaginación para complementar el resto. Más tarde la situación ya mejoró un tanto; entendía la mitad y me imaginaba la otra, hasta que finalmente me acostumbré a la idea. Por fin, años después, en un momento dado me quedé sorprendido: pensé que leía algo en castellano cuando de hecho el libro que tenía en mis manos era en inglés… Con el tiempo me acostumbré también a leer en hebreo. Por lo tanto, en este aspecto me considero una persona afortunada: puedo leer en tres idiomas diferentes. Claro, no es una cosa del otro mundo, pero en vista de las circunstancias, me siento satisfecho de haber conseguido algo que para mí tiene particular importancia: ser multilingüe.
Bajo el régimen del Mandato Británico
Así transcurrieron varios años desde nuestra llegada a Haifa en febrero de 1944. Sufriendo todas las tribulaciones propias de unos refugiados que tuvieron que desarraigarse del medio en que vivían, para rehacer su vida en un ambiente desconocido y, en cierto modo, hasta reticente a aceptarlos. Además, en el ámbito nacional ese período no fue particularmente tranquilo. Si bien en mayo de 1945 concluyó la guerra en Europa, la alegría por la victoria de los aliados quedó ensombrecida por las noticias que llegaban sobre los horrores del Holocausto. Comenzaba entonces a saberse la envergadura del genocidio nazi que había costado la vida a seis millones de judíos en toda Europa. Así es que cuando terminaron las hostilidades, David Ben Gurión escribió desde Londres el 8 de mayo de 1945: “Es el día de la Victoria; pero es triste, muy triste”. Mientras tanto, la comunidad judía de Palestina, el llamado yishuv, estaba sumida en la incertidumbre: no parecía previsible la solución de los graves problemas que acosaban al país, concretar el anhelo de disponer de un lugar seguro en Eretz Israel, la Tierra de Israel, entonces bajo el mandato británico. No se veía medio alguno de poder cumplir el sueño milenario de regresar al solar ancestral.
Como en la mayor parte del mundo, el país atravesaba por una serie de problemas derivados de la guerra mundial. Pero, en particular, se agravaba cada vez más la lucha por la independencia del Estado judío, el Hogar prometido por la potencia mandataria. Se insistía en el derecho de reconstruir una nación hebrea para reunir en ella al pueblo errante, tan castigado durante dos milenios de dispersión. Además, se planteaba la angustiosa situación de centenares de miles de refugiados judíos deportados que no tenían a dónde regresar. Ningún país deseaba acoger a esos infortunados supervivientes de los horrores nazis y, de cualquier modo, para muchos de ellos la solución era llegar a la única tierra que les prometía un futuro. Pero el fin de la guerra no solucionó el problema: Londres se resistía a cumplir con la promesa hecha por la Declaración Balfour. Estaban en juego intereses que tenían que ver con la magnitud del mundo árabe, ante la insignificancia numérica de un pueblo que había perdido a un tercio de su gente. Por eso se aventaron las esperanzas, y se mantuvieron con todo rigor las disposiciones del Libro Blanco, que restringían en gran medida la inmigración y limitaban la colonización judía. Era una política para minimizar la presencia judía en el país, mientras que el crecimiento vegetativo árabe y la inmigración ilegal de musulmanes de países vecinos, acentuaba el desequilibrio demográfico a favor de los árabes locales.
Las medidas de protesta se ampliaban cada vez más, y como adolescente que era no podía ser ajeno a la efervescencia que cundía en el país. Muchas veces, patrullas británicas detenían a jóvenes en la calle y les pedían documentación. Muy joven, a los catorce años, papá ya me había llevado a las oficinas del Gobierno mandatario para que me emitieran la tarjeta de identidad. En mi caso era peligroso moverse sin ese documento, ya que incluso a esa edad aparentaba ser mayor. ¡Cuántas veces me detuvieron los militares británicos, y me pidieron ver mi credencial! ¡En cuántas ocasiones me examinaron sospechosamente los agentes de la policía secreta, pensando que tal vez integraba algún movimiento militante! Los atentados se multiplicaban, aunque la fuerza clandestina principal, La Haganá, se oponía recurrir a medidas que causaran víctimas; dañar las instalaciones militares, los medios de comunicación, esos sí eran objetivos legítimos, siempre y cuando se realizaran sin derramamiento de sangre. La rivalidad entre esta organización y los núcleos extremistas Etzel y Leji era muy grande. Es mucho lo que se ha dicho y hablado sobre el particular, de modo que no me extenderé sobre un capítulo que causó tan dolorosas divisiones en el seno de la comunidad judía.
Nosotros estábamos en una situación un poco extraña. Vivíamos sucesos históricos, pero en realidad no nos dábamos cuenta del proceso vital que se estaba desarrollando. Careciendo de radio y todavía desconociendo el idioma, nos encontrábamos apartados de la actualidad; teníamos una vaga idea de lo que ocurría, pero no sabíamos los detalles. De cualquier modo, en aquella época cuanto menos se supiera, mejor; la mayor parte de lo que se hacía era de carácter clandestino y no para ser revelado. Claro que la población veterana sabía mucho más porque las noticias se divulgaban de boca en boca; pero nosotros, como nuevos inmigrantes, estábamos un tanto al margen de lo que sucedía. De repente, una mañana nos vimos rodeados por tropas inglesas. Nadie podía salir de casa e incluso asomarse al balcón era peligroso. Se había impuesto el “Otzer Hagadol” el gran toque de queda que duró tres días: del 30 de julio al 2 de agosto. Recuerdo todavía vivamente los anuncios que se escuchaban de los altavoces de los vehículos militares que recorrían las calles: “nadie puede salir de casa, y quien lo haga arriesga su vida”. No sabíamos siquiera la razón de esa medida extrema. Hasta que unas horas más tarde llegaron los soldados ingleses: nos sacaron a todos en forma bien brusca y registraron nuestra modesta habitación que era todo lo que teníamos por vivienda. Recuerdo que cuando me volví para ver si mis padres me seguían, una de esas “boinas rojas” me propinó un severo golpe en el hombro con la porra. Las cosas iban en serio, y cualquier movimiento sospechoso era motivo de represalia. Los militares no trataban con guantes de seda a la población civil: éramos los enemigos y constituíamos una amenaza para ellos. Fuimos separados de las mujeres y nosotros, los hombres, llegamos a un solar en donde ya había centenares de personas: habían sido ordenados en filas para ser interrogados. Lo primero era necesario mostrar la documentación: quienes no la tuvieran, eran inmediatamente arrestados y enviados a lugares de reclusión. Luego, agentes de la policía secreta en civil nos examinaban de pies a cabeza y comparaban nuestros rostros con los que aparecían en unos volantes: eran de los sospechosos que pretendían capturar.
En el lugar había una preocupación general por saber cuál sería el desenlace de esa redada, y los rumores se multiplicaban cada vez más. Estábamos en pleno verano y hacía un calor infernal. Físicamente, lo que más no afectaba era la falta de agua y de servicios sanitarios. Nos encontrábamos en un lugar abierto sin sombra alguna, expuestos al tórrido sol del mediodía. Quienes, como nosotros, no habían tenido la prudencia de llevar algún sombrero, tuvieron que cubrirse la cabeza con el pañuelo o hasta con la camisa. Unas horas más tarde, los considerados inocentes volvimos a casa. Allí encontramos a mamá: las mujeres mayores habían sido sometidas a un trato menos riguroso; luego de ser identificadas, en general fueron llevadas de regreso a sus hogares. La “casa” estaba revuelta como si hubiera llegado un tifón, y hasta la pequeña nevera en el rincón tenía la puerta abierta. Desde luego, no había quedado ni pizca de hielo, y la comida preparada se había echado a perder. Además, quienes habían registrado la casa buscando seguramente armas, se había entretenido comiendo las pocas naranjas que nos había quedado. Todavía deberíamos permanecer encerrados otros dos días; mucha gente se quedó sin tener lo qué comer; nosotros, prevenidos de las tribulaciones de la Guerra Civil en España, racionamos nuestras provisiones y fuimos de los pocos que pudimos resistir de uno u otro modo los rigores de esa severa medida militar. Por lo menos, al margen de los sustos y otros inconvenientes, no pasamos hambre propiamente dicho.
En realidad, no era la primera vez que se nos sometía al toque de queda, una medida aplicaba frecuentemente por las autoridades inglesas. En otra ocasión sucedió que guardaba cama con anginas. Pero esa mañana me había sentido mejor y hasta me había bajado la fiebre. Mientras tanto escuchábamos los vozarrones de la soldadesca que con particular brutalidad sacaba a todos los hombres de las casas, y no sabíamos cuándo y cómo regresarían. No tardaron de llegar a la nuestra, con un talante para asustar a cualquiera. De algún modo recurrí a mi incipiente inglés para decirles que estaba “ill” y tenía “fever”, y junto con mis padres formamos un coro muy sonoro que asombró a los soldados que irrumpieron en la habitación. Con gritos y gestos mis padres les hicieron comprender que no les permitirían sacarme del lecho, y hasta tal punto armamos barullo que no tuvieron otro remedio que llamar al médico. Así estábamos los tres frente a dos enormes soldadotes armados hasta los dientes, y ello no obstante un tanto cohibidos por la “resistencia” de un adolescente y dos personas mayores. Una hora más tarde llegó un oficial que me examinó. Le mostré la garganta y eso fue suficiente prueba para que confirmara mi enfermedad y, como no había posibilidad de otra atención médica, incluso me dio algún medicamento. De modo que en última instancia se llevaron solamente a papá, el pobre, que sin embargo regresó pronto diciendo que la identificación había sido más rápida y menos rigurosa. Y todos tan contentos: habíamos pasado indemnes otra nueva prueba. Claro que no sabíamos lo que estaba todavía por llegar.
Uno de los sucesos más trágicos de esa época fue el ataque contra el Hotel King David de Jerusalem, que servía como cuartel general de las fuerzas británicas en Palestina. El operativo que era obra de Leji, la organización menor de la resistencia judía y la más extremista, causó 91 víctimas, entre ingleses, judíos y árabes. Posteriormente se argumentó que el propósito no había sido causar pérdida de vidas humanas, pero la militante que debía advertir por teléfono sobre el inminente atentado no pudo llegar a hablar con alguien responsable, y la advertencia cayó en oídos sordos.
La actitud del poder mandatario adquiría entonces ribetes de un serio antisemitismo. El 30 de julio de 1946 el comandante de las fuerzas británicas en Palestina, General Barker, publicó una orden del día a sus soldados en la que les exhortaba a no fraternizar con la comunidad judía, y agregaba: “El bolsillo es el aspecto mayormente sensible de la raza judía”. El 13 de junio los británicos agravaron sus medidas, y decidieron internar en campos de concentración de Chipre a los inmigrantes ilegales, que hasta entonces esperaban en el país a que les llegara el turno de la exigua cuota de inmigración para poder entrar oficialmente al país. Supimos que el primer barco, el Henrietta Szold, había sido interceptado: los “ilegales” hicieron frente a los soldados que abordaron la “nave (era un pequeña embarcación de madera de unas 250 toneladas habilitado para esa finalidad) con 543 judíos procedentes de Grecia, inclusive 200 niños. Las tropas tuvieron que recurrir a la fuerza para capturar el barco: los inmigrantes en su mayor parte supervivientes de los campos de exterminio, hicieron uso de todo lo que tenían a mano para agredir a los atacantes, y resistieron valientemente hasta que fueron reducidos por los gases lacrimógenos.
Las noticias sobre el particular encendieron los ánimos del yishuv. Se organizaron mítines de protesta en todo el país, y grandes masas de residentes veteranos desfilaron por las principales calles de Tel Aviv, luego de escuchar los militantes discursos de los dirigentes en la plaza Habima. Yo no podía faltar en esa demostración y formaba parte de la concentración humana que desfilaba por las calles de la ciudad exclamando una y otra vez “Aliyá jofshit, mediná ivrit” (Libre inmigración y Estado judío). Hubo algún acto de violencia cuando llegamos a la plaza Múgrabi, en el centro mismo de Tel Aviv en donde había una tienda de comestibles inglesa llamada Spinneys, cuyo escaparate quedó hecho añicos por nuestras pedradas. Pero todo terminó sin mayores incidentes: los efectivos ingleses alertados no intervinieron. Bien recuerdo que regresé a casa tan afónico que ni siquiera pude responder a las preguntas de mis padres. Lo que no sabía entonces es que al margen de mis inquietudes patrióticas, tenía un interés personal en ese suceso: en el barco en cuestión había llegado quien debería ser más tarde mi esposa…
Por Moshe Yanai
Mientras tanto, pasaba lo que lamentablemente suele ocurrir con tanta frecuencia en este país: se estaba agravando la tensión política. Ello ante la negativa de Gran Bretaña de renunciar a su Mandato y cumplir con lo dispuesto en la famosa declaración Balfour de 1917, que como se ha dicho, prometía la creación de un “hogar judío en Palestina”.
El problema más urgente era encontrar asilo para los centenares de miles de personas desplazadas en Europa, supervivientes de la atroz tragedia que conocemos como la Shoá, u Holocausto.
Los muchachos de la Brigada Judía eran el principal instrumento para encauzar esa corriente hacia la Tierra Prometida, pero aquí tropezaban con el problema de las exiguas cuotas impuestas por el Libro Blanco, que habían detenido de hecho la inmigración judía. Se trataba de una medida para acallar las protestas de los árabes, evitar que perdieran su mayoría etnográfica en el país y “equilibrar” la política del Foreign Office en el Medio Oriente, aunque ésta de cualquier modo siempre tuvo un cariz netamente pro árabe.
La “inmigración ilegal” fue el principal instrumento de la lucha para restaurar el Estado Hebreo, iniciado con el retorno al terruño ancestral en las postrimerías del siglo XIX. Ello se debió, más que nada, a la agravación de los pogromos en Rusia y Polonia, que llegaron a acusar un alto nivel de víctimas. De hecho, Palestina no atraía a las masas judías por ser un país virtualmente asolado por siglos de abandono que habían convertido la “Tierra de Leche y Miel” bíblica en un verdadero páramo. La mayoría veía en el Nuevo Mundo liberal un refugio seguro, en donde el judío podría conservar sus tradiciones y gozar de la seguridad personal que le habían privado los cosacos y los antisemitas en el viejo continente.
La visión de Teodoro Herzl, el fundador del sionismo, de crear un Estado judío en estas tierras era considerado por muchos como una utopía atractiva pero muy poco práctica. ¿Qué podía hacer el judío en un país tan desolado como era la Palestina de aquella época? No tenía recursos naturales, no ofrecía trabajo alguno ni tampoco podía acoger a los millones de infelices que deseaban renovar su vida en un ambiente más propicio. Los pocos pioneros que llegaron al país llevaban una vida muy rústica y dura, tenían que luchar contra los elementos, las incursiones de los árabes locales, y la falta de medios de subsistencia.
La inmigración fue siempre el leit motiv del Sionismo, y demostró ser la llave para la creación del futuro Estado. El Holocausto había sido un terrible golpe para el judaísmo mundial: el asesinato de seis millones (de un total de dieciséis millones en todo el mundo que señalan los censos de 1937) era una pérdida irreparable, pero el hecho que entre los perecidos figurase un millón de niños parecía haber truncado toda posibilidad de recuperar lo perdido. Por otra parte, en EE.UU., el país que había acogido al mayor número de inmigrantes judíos, se evidenciaba una notable corriente de asimilación, que también contribuía a ese proceso. Lo mismo parecía ocurrir en la América Latina en general y entre la comunidad judía argentina, en particular. Pareciera ser que el judaísmo, aunque habría sobrevivido casi dos mil años de exilio, estaba ahora condenado a desaparecer.
Fue debido a la férrea voluntad de los idealistas que se prosiguió el proceso iniciado para concretar la aspiración milenaria de crear el Estado. Y, lamentablemente, otras circunstancias contribuyeron a plasmar lo que siempre constituyó una utopía. Decenas de miles de judíos que habían sobrevivido los horrores del Holocausto, andaban errantes por el continente europeo después de la guerra: no tenían a dónde volver, y los pogromos sucedidos en la Polonia de la posguerra era un ejemplo trágico de ese antisemitismo tan arraigado, sobre todo en Europa Oriental. Por lo tanto, se vieron en la obligación de encontrar un refugio alternativo. El Nuevo Continente era el más prometedor; los judíos de EE.UU. habían creado una comunidad muy próspera, y las posibilidades que ofrecía el país eran ilimitadas. Algunos preferían ir a la Palestina, a pesar de toda la problemática que involucraba este disputado país. Pensaban que allí podrían renovar sus vidas en un ambiente más acogedor; de hecho, habían perdido la confianza en el mundo cristiano; pensaban que siempre tendrían que hacer frente a ese azote que se conoce como el antisemitismo.
Esos judíos fueron reuniéndose principalmente en Italia, y en número inferior en las costas francesas, yugoslavas y griegas. Las cuotas de inmigración fijadas en 1939 por el Libro Blanco eran tan exiguas que no permitían solucionar el problema.
Entonces, en el verano de 1945, se inició lo que llegó a conocerse como la Haapalá, la inmigración ilegal organizada por la Haganá, la principal entidad subterránea del yishuv judío. Este movimiento contaba con el apoyo de todas las esferas judías, así como de una mayoría de la opinión pública mundial. Su lema era muy sencillo: los supervivientes del Holocausto tienen el derecho de renovar sus vidas en el suelo ancestral de este pueblo.
En el período agosto-diciembre de ese año zarparon ocho embarcaciones pequeñas de Italia y Grecia, que lograron zafarse del bloqueo marítimo impuesto por la potencia mandatoria. Pero a partir de enero del ’46 los ingleses incrementaron sus patrullajes marítimos y aéreos, y desde entonces lograron impedir el arribo de nuevos inmigrantes. Una tras otras, esas frágiles embarcaciones fueron avistadas por esas fuerzas militares, aprehendidas en alta mar y sus pasajeros detenidos.
En 1946 había unos 250.000 judíos en los campos de personas desplazadas en Europa, supervivientes del terrible Holocausto. No sabían a dónde ir; era una masa que llevaba terribles cicatrices, estaba aturdida por la terrible experiencia que había pasado. Decenas de miles de personas eran los únicos seres de familias enteras; no tenían ningún otro familiar en vida; todos habían sido exterminados. En marzo de 1946 una comisión anglo-norteamericana recomendó la admisión de 100.000 refugiados en Palestina, pero el Primer Ministro Attlee se opuso: el Foreign Office temía la reacción de los países árabes a semejante gesto. Se insinuaba con ello que se buscaran otro país a dónde ir, o se quedasen donde estuvieran: es decir, en la Europa en la que había sufrido tanto, y en la que el antisemitismo volvía a levantar la cabeza. Muchos judíos que había logrado conservar la vida regresaron a sus hogares. Pero ya nada tenían, carecían de todo: sus casas estaban ocupadas por otros, sus negocios ya no existían o eran propiedad de cristianos. Su presencia creó una ola de recelo y resentimiento; principalmente en Europa, en donde la minoría judía había sido tan grande. En la ciudad polaca de Kielce, que originalmente había tenido 18.000 judíos (el 40% de la población), quisieron regresar unos 200, pero fueron objeto de un verdadero pogromo en el que perecieron 40 de ellos. Europa nada quería saber de los judíos expulsados por los nazis; las naciones subyugadas por Hitler había logrado vencerlo, pero su antisemitismo seguía latente. Muchos fueron los que comprendieron que para el judío existían un sólo lugar: el futuro Estado de Israel.
Una de las primeras medidas adoptadas ese 14 de mayo del '48 fue abrir las puertas el país, que quedaron abiertas de par en par para todo judío que quisiera instalarse en país. Y llegaron inmigrantes en números sin precedentes. Primero los supervivientes del Holocausto, que en parte habían sido internados en Chipre, y otros que aguardaban en Italia y en otros países europeos. Luego los refugiados de los países árabes, principalmente de Irak y el Yemen, estos últimos en el marco de la llamada "Alfombra Mágica" Unos 50.000 yemenitas –casi toda la comunidad judía se ese remoto y primitivo país árabe- llegaron en alas de esos pájaros enormes, que como por encanto les llevaron de la Edad Media a la civilización moderna.
Más tarde arribaron de otros países, como de Bulgaria y Rumania. Empezaron a llegar los marroquíes y judíos de otros países árabes, como Túnez, Argelia y Libia. E incluso algunos pioneros sudamericanos animados por el reto sionista. Verdaderos idealistas que contribuyeron a labrar el nuevo Estado.
Por lo general esos inmigrantes arribaban hacinados en barcos y aviones, ansiosos de poner término a la pesadilla de un pueblo que había sido despreciado, humillado, pisoteado, y hasta asesinado con impunidad. Llegaron a decenas y centenares de miles. Casi medio millón en los dos primeros años. Vale decir, en ese período aumentó la población judía del país en un 60 por ciento. Esa masa inmigratoria era en su mayor parte indigente, que sólo tenía los miserables bártulos que había traído. A veces ni siquiera esto: sólo poseía la ropa que llevaba puesta. Había entre ellos gente culta, pero eran una minoría. La mayoría eran personas de condición muy humilde que no conocían o tenían una idea un tanto vaga de lo que era la civilización occidental. Y todos hablaban idiomas diferentes. La segunda versión de la torre de Babel. ¿Acaso en estas condiciones era viable crear un Estado normal?
Se planteaba el interrogante de qué hacer con tanta gente, cómo integrarlos, cómo enseñarles las modalidades básicas de vida del siglo XX. Pero ante todo, cómo suplir los elementos básicos para subsistir: casa y trabajo. Y no había dónde alojarlos. Faltaba de todo. Así es que se crearon esos campamentos de tránsito conocidos como maabarot. Surgieron en todo el país como hongos luego de la lluvia. Los inmigrantes vivían en tiendas de campaña con tan sólo los elementos más indispensables para subsistir. Hasta fines de 1951 ya se habían creado 140 maabarot, en los que vegetaban más de 200.000 almas. Y como no había trabajo, se enviaba a los hombres a realizar tareas de emergencia, generalmente en la forestación. Estos hermosos bosques que ahora se pueden admirar en muchos parajes de Israel, fueron plantados y cuidados por esos infelices inmigrantes.
La vida en la Tierra Prometida
Afortunadamente, nosotros no estábamos en condiciones tan precarias. En cierto modo, después de siete años, ya éramos olim vatikim, inmigrantes veteranos. Nos habíamos mudado y vivíamos, mis padres y yo, en una vivienda mejor, en el último de los tres pisos de una casa en el mismo barrio. Es cierto que, como la anterior, también consistía de una sola habitación de tres metros por cuatro, pero contaba además de una cocinita. Un tanto minúscula es cierto, pero tenía... agua corriente. También teníamos un cuchitril que era la ducha y retrete que cumplía de algún modo su función, siempre y cuando no le importara a uno lavarse con agua fría y no fuera demasiado obeso. Debo confesar que la casa era un tanto tosca, pero en nuestra situación no prestábamos demasiada atención a las apariencias. Teníamos donde vivir y un techo bajo el cual se podía dormir. Lo importante es que disponíamos de un lugar para sentarse y tomar el aire durante la época del calor estival. Se trataba de hecho del corredor y único acceso para llegar a los tres departamentos adicionales y similares que había en ese piso, de modo que uno tenía que levantarse cada vez que el vecino quería pasar. Desde luego que no teníamos tantas pretensiones como para contar con electricidad: nuestra parte del barrio todavía no estaba conectada a la red. Así es que para cocinar teníamos el famoso primus, el famoso hornillo a kerosén que en cierto modo era la mejor característica de la existencia israelí de aquellos tiempos. Para el alumbrado, que otra cosa mejor que la lámpara a base a ese carburante. Pero no dejaba de ser una casa de tres pisos. No se puede decir que subíamos los toscos escalones hasta el tercer piso en donde vivíamos, teníamos que treparlos con mucho cuidado porque eran un tanto desiguales y no había barandilla, de modo que a gente mayor no le entusiasmaba la idea de venir a visitarnos, lo que tal vez no dejaba de ser una ventaja... Desde luego había sido edificada teniendo sumo cuidado en no despilfarrar dinero. Así es que cada vez que el vecino agarraba un catarro lo sabíamos en seguida: las paredes eran tan sutiles que se le escuchaba perfectamente, ya tosiera como estornudara. Y cuando alguien movía un mueble o algo pesado, nos preguntábamos si acaso estaba ocurriendo un seísmo. Además, cada invierno se nos ofrecía la oportunidad de cambiar de panorámica: de vista terrenal a paisaje acuático. Sí, efectivamente, cada vez que llovía un tanto se inundaba todo el barrio. Y cuando digo inundar, me refiero a que el agua llegaba a veces a un metro de altura. Desde luego la calle no estaba empedrada, era un polvoroso camino que en la época de las lluvias se convertía en todo un lodazal.
No parece haber sido una vivienda ideal, ni tampoco lo era. Pero teníamos la ventaja de que lo tomábamos todo con un grano de filosofía. Por un lado porque no había otro remedio y también porque teníamos fe. Confiábamos en que el futuro nos depararía algo mejor. Y como éramos una sarta de ingenuos, no organizamos manifestaciones ni enviamos pedidos perentorios a la Agencia Judía o a cualquier otra autoridad. Así es que nos arremangamos los brazos y nos pusimos a trabajar en serio. Y en un momento dado pudimos salir de lo que era, en el pleno sentido de la palabra, un barrio miseria.
Cuando se contempla en retrospectiva lo ocurrido en esa época, hoy se puede afirmar que aunque las maabarot eran la única solución viable, resultaron ser una pésima experiencia. Tuvieron una repercusión traumática al labrar el carácter de los nuevos inmigrantes. La gente de hecho no hacía nada, los subsidios estatales, por muy reducidos que pudieran ser, permitían una mínima subsistencia. Algunos psicólogos discuten apasionadamente las repercusiones que habrían tenido esos campos de inmigrantes en la sociedad israelí. Muchos estiman que sus efectos se hacen sentir hasta hoy, y no en un tenor positivo. Eventualmente fueron reemplazadas por los llamados pajonim, una suerte de barracas de madera y chapas de latón, hasta que se llegó al shikún amamí, la vivienda popular que era el tipo de edificación más simple y barata, pero que en comparación con sus antecedentes constituía una casa de lujo en aquellos tiempos.
Pasaron los años, me había convertido en adolescente y concebía muy seriamente los problemas de integración. Me sentía solo, apenas si tenía amigos. Los jóvenes de nuestro grupo llegado en el "Nyassa" eran todos mayores, y no podría pretender ser bien mirado alguien que era considerado una criatura, además de ser un tanto retraído. No hay que olvidar que a esa edad, la diferencia de unos años adquiere un carácter abismal. Además, había otro problema. Aunque seguían hablando en el español traído del extranjero, éste ya no era tal. Tal vez sin darse cuenta lo estaban convirtiendo en ladino, el tradicional judeocastellano de tinte cervantino, conservado por los sefardíes a través de siglos de exilio de la España de los Reyes Católicos. Confieso que no pretendía tener una educación muy esmerada, porque la guerra y otras circunstancias no me permitieron cursar estudios ordenados. Pero tenía especial orgullo en el modo como hablaba en mi lengua natal, y no toleraba ninguna alteración. Eso me habría causado no pocos disgustos; quienes hubieran podido ser mis amigos, estimaban que era un respingado y presuntuoso que se daba aires: "No uses palabras tan técnicas", me habían dicho irritados más de una vez. Para ellos "la técnica" era el empleo de voces que no figuraban en su limitado vocabulario, que sin darse siquiera cuenta se reducía cada vez más. Hasta tal punto, que preferí alejarme de ellos: bien lo dice el refrán: más vale ir solo que mal acompañado.
Pero ello no era una solución; sino más bien un castigo. Fueron años difíciles en el ámbito social. Hasta que conocí a dos hermanos también llegados en el "Nyassa", que se alojaban no lejos de mí. La familia Goldenhirsh: la abuela, la madre y los dos hermanos. Ella, Yvette, unos años mayor que yo; él, Maxim, casi de la misma edad. Como nosotros, eran refugiados perseguidos por el régimen franquista. El padre, un hombre de izquierda había desaparecido cuando las tropas fascistas conquistaron Cataluña. Procedían de Alemania y hablaban ese idioma, amén del francés. Su castellano también era perfecto. Hubo de entrada una sensación de simpatía; para empezar, compartíamos una afición: la lectura. Y a todos nos gustaba escribir. Claro, cosas de adolescentes, pero era una de las mejores distracciones a las que podíamos aspirar en la estrecha situación económica en que nos encontrábamos. Además, en un ambiente que nos resultaba totalmente ajeno, poco era lo que podíamos pretender. Pasé horas muy agradables conversando con ellos; me aconsejaron empezar a leer en inglés, un idioma que estaba estudiando en la Berlitz. Habíamos agotado todo el reducido material de lectura traído de Barcelona, y no podíamos quedarnos sin nada que leer. El hebreo que conocíamos todavía era demasiado superficial, y los temas encarados por la literatura de entonces nos eran desconocidos. ¿Dónde estaban los libros de Julio Verne que tanto nos habían excitado en nuestra niñez? De modo, que ni corto ni perezoso empecé a tratar de leer en otro idioma: Somerset Maugham y Agatha Cristie fueron los dos autores con los que irrumpí en el ámbito anglosajón. Le siguieron Perl Buck y otros autores populares de aquella época. La tarea fue difícil: para empezar tropezaba con serios problemas: apenas comprendía un tercio de lo leído, de modo que era necesaria mucha imaginación para complementar el resto. Más tarde la situación ya mejoró un tanto; entendía la mitad y me imaginaba la otra, hasta que finalmente me acostumbré a la idea. Por fin, años después, en un momento dado me quedé sorprendido: pensé que leía algo en castellano cuando de hecho el libro que tenía en mis manos era en inglés… Con el tiempo me acostumbré también a leer en hebreo. Por lo tanto, en este aspecto me considero una persona afortunada: puedo leer en tres idiomas diferentes. Claro, no es una cosa del otro mundo, pero en vista de las circunstancias, me siento satisfecho de haber conseguido algo que para mí tiene particular importancia: ser multilingüe.
Bajo el régimen del Mandato Británico
Así transcurrieron varios años desde nuestra llegada a Haifa en febrero de 1944. Sufriendo todas las tribulaciones propias de unos refugiados que tuvieron que desarraigarse del medio en que vivían, para rehacer su vida en un ambiente desconocido y, en cierto modo, hasta reticente a aceptarlos. Además, en el ámbito nacional ese período no fue particularmente tranquilo. Si bien en mayo de 1945 concluyó la guerra en Europa, la alegría por la victoria de los aliados quedó ensombrecida por las noticias que llegaban sobre los horrores del Holocausto. Comenzaba entonces a saberse la envergadura del genocidio nazi que había costado la vida a seis millones de judíos en toda Europa. Así es que cuando terminaron las hostilidades, David Ben Gurión escribió desde Londres el 8 de mayo de 1945: “Es el día de la Victoria; pero es triste, muy triste”. Mientras tanto, la comunidad judía de Palestina, el llamado yishuv, estaba sumida en la incertidumbre: no parecía previsible la solución de los graves problemas que acosaban al país, concretar el anhelo de disponer de un lugar seguro en Eretz Israel, la Tierra de Israel, entonces bajo el mandato británico. No se veía medio alguno de poder cumplir el sueño milenario de regresar al solar ancestral.
Como en la mayor parte del mundo, el país atravesaba por una serie de problemas derivados de la guerra mundial. Pero, en particular, se agravaba cada vez más la lucha por la independencia del Estado judío, el Hogar prometido por la potencia mandataria. Se insistía en el derecho de reconstruir una nación hebrea para reunir en ella al pueblo errante, tan castigado durante dos milenios de dispersión. Además, se planteaba la angustiosa situación de centenares de miles de refugiados judíos deportados que no tenían a dónde regresar. Ningún país deseaba acoger a esos infortunados supervivientes de los horrores nazis y, de cualquier modo, para muchos de ellos la solución era llegar a la única tierra que les prometía un futuro. Pero el fin de la guerra no solucionó el problema: Londres se resistía a cumplir con la promesa hecha por la Declaración Balfour. Estaban en juego intereses que tenían que ver con la magnitud del mundo árabe, ante la insignificancia numérica de un pueblo que había perdido a un tercio de su gente. Por eso se aventaron las esperanzas, y se mantuvieron con todo rigor las disposiciones del Libro Blanco, que restringían en gran medida la inmigración y limitaban la colonización judía. Era una política para minimizar la presencia judía en el país, mientras que el crecimiento vegetativo árabe y la inmigración ilegal de musulmanes de países vecinos, acentuaba el desequilibrio demográfico a favor de los árabes locales.
Las medidas de protesta se ampliaban cada vez más, y como adolescente que era no podía ser ajeno a la efervescencia que cundía en el país. Muchas veces, patrullas británicas detenían a jóvenes en la calle y les pedían documentación. Muy joven, a los catorce años, papá ya me había llevado a las oficinas del Gobierno mandatario para que me emitieran la tarjeta de identidad. En mi caso era peligroso moverse sin ese documento, ya que incluso a esa edad aparentaba ser mayor. ¡Cuántas veces me detuvieron los militares británicos, y me pidieron ver mi credencial! ¡En cuántas ocasiones me examinaron sospechosamente los agentes de la policía secreta, pensando que tal vez integraba algún movimiento militante! Los atentados se multiplicaban, aunque la fuerza clandestina principal, La Haganá, se oponía recurrir a medidas que causaran víctimas; dañar las instalaciones militares, los medios de comunicación, esos sí eran objetivos legítimos, siempre y cuando se realizaran sin derramamiento de sangre. La rivalidad entre esta organización y los núcleos extremistas Etzel y Leji era muy grande. Es mucho lo que se ha dicho y hablado sobre el particular, de modo que no me extenderé sobre un capítulo que causó tan dolorosas divisiones en el seno de la comunidad judía.
Nosotros estábamos en una situación un poco extraña. Vivíamos sucesos históricos, pero en realidad no nos dábamos cuenta del proceso vital que se estaba desarrollando. Careciendo de radio y todavía desconociendo el idioma, nos encontrábamos apartados de la actualidad; teníamos una vaga idea de lo que ocurría, pero no sabíamos los detalles. De cualquier modo, en aquella época cuanto menos se supiera, mejor; la mayor parte de lo que se hacía era de carácter clandestino y no para ser revelado. Claro que la población veterana sabía mucho más porque las noticias se divulgaban de boca en boca; pero nosotros, como nuevos inmigrantes, estábamos un tanto al margen de lo que sucedía. De repente, una mañana nos vimos rodeados por tropas inglesas. Nadie podía salir de casa e incluso asomarse al balcón era peligroso. Se había impuesto el “Otzer Hagadol” el gran toque de queda que duró tres días: del 30 de julio al 2 de agosto. Recuerdo todavía vivamente los anuncios que se escuchaban de los altavoces de los vehículos militares que recorrían las calles: “nadie puede salir de casa, y quien lo haga arriesga su vida”. No sabíamos siquiera la razón de esa medida extrema. Hasta que unas horas más tarde llegaron los soldados ingleses: nos sacaron a todos en forma bien brusca y registraron nuestra modesta habitación que era todo lo que teníamos por vivienda. Recuerdo que cuando me volví para ver si mis padres me seguían, una de esas “boinas rojas” me propinó un severo golpe en el hombro con la porra. Las cosas iban en serio, y cualquier movimiento sospechoso era motivo de represalia. Los militares no trataban con guantes de seda a la población civil: éramos los enemigos y constituíamos una amenaza para ellos. Fuimos separados de las mujeres y nosotros, los hombres, llegamos a un solar en donde ya había centenares de personas: habían sido ordenados en filas para ser interrogados. Lo primero era necesario mostrar la documentación: quienes no la tuvieran, eran inmediatamente arrestados y enviados a lugares de reclusión. Luego, agentes de la policía secreta en civil nos examinaban de pies a cabeza y comparaban nuestros rostros con los que aparecían en unos volantes: eran de los sospechosos que pretendían capturar.
En el lugar había una preocupación general por saber cuál sería el desenlace de esa redada, y los rumores se multiplicaban cada vez más. Estábamos en pleno verano y hacía un calor infernal. Físicamente, lo que más no afectaba era la falta de agua y de servicios sanitarios. Nos encontrábamos en un lugar abierto sin sombra alguna, expuestos al tórrido sol del mediodía. Quienes, como nosotros, no habían tenido la prudencia de llevar algún sombrero, tuvieron que cubrirse la cabeza con el pañuelo o hasta con la camisa. Unas horas más tarde, los considerados inocentes volvimos a casa. Allí encontramos a mamá: las mujeres mayores habían sido sometidas a un trato menos riguroso; luego de ser identificadas, en general fueron llevadas de regreso a sus hogares. La “casa” estaba revuelta como si hubiera llegado un tifón, y hasta la pequeña nevera en el rincón tenía la puerta abierta. Desde luego, no había quedado ni pizca de hielo, y la comida preparada se había echado a perder. Además, quienes habían registrado la casa buscando seguramente armas, se había entretenido comiendo las pocas naranjas que nos había quedado. Todavía deberíamos permanecer encerrados otros dos días; mucha gente se quedó sin tener lo qué comer; nosotros, prevenidos de las tribulaciones de la Guerra Civil en España, racionamos nuestras provisiones y fuimos de los pocos que pudimos resistir de uno u otro modo los rigores de esa severa medida militar. Por lo menos, al margen de los sustos y otros inconvenientes, no pasamos hambre propiamente dicho.
En realidad, no era la primera vez que se nos sometía al toque de queda, una medida aplicaba frecuentemente por las autoridades inglesas. En otra ocasión sucedió que guardaba cama con anginas. Pero esa mañana me había sentido mejor y hasta me había bajado la fiebre. Mientras tanto escuchábamos los vozarrones de la soldadesca que con particular brutalidad sacaba a todos los hombres de las casas, y no sabíamos cuándo y cómo regresarían. No tardaron de llegar a la nuestra, con un talante para asustar a cualquiera. De algún modo recurrí a mi incipiente inglés para decirles que estaba “ill” y tenía “fever”, y junto con mis padres formamos un coro muy sonoro que asombró a los soldados que irrumpieron en la habitación. Con gritos y gestos mis padres les hicieron comprender que no les permitirían sacarme del lecho, y hasta tal punto armamos barullo que no tuvieron otro remedio que llamar al médico. Así estábamos los tres frente a dos enormes soldadotes armados hasta los dientes, y ello no obstante un tanto cohibidos por la “resistencia” de un adolescente y dos personas mayores. Una hora más tarde llegó un oficial que me examinó. Le mostré la garganta y eso fue suficiente prueba para que confirmara mi enfermedad y, como no había posibilidad de otra atención médica, incluso me dio algún medicamento. De modo que en última instancia se llevaron solamente a papá, el pobre, que sin embargo regresó pronto diciendo que la identificación había sido más rápida y menos rigurosa. Y todos tan contentos: habíamos pasado indemnes otra nueva prueba. Claro que no sabíamos lo que estaba todavía por llegar.
Uno de los sucesos más trágicos de esa época fue el ataque contra el Hotel King David de Jerusalem, que servía como cuartel general de las fuerzas británicas en Palestina. El operativo que era obra de Leji, la organización menor de la resistencia judía y la más extremista, causó 91 víctimas, entre ingleses, judíos y árabes. Posteriormente se argumentó que el propósito no había sido causar pérdida de vidas humanas, pero la militante que debía advertir por teléfono sobre el inminente atentado no pudo llegar a hablar con alguien responsable, y la advertencia cayó en oídos sordos.
La actitud del poder mandatario adquiría entonces ribetes de un serio antisemitismo. El 30 de julio de 1946 el comandante de las fuerzas británicas en Palestina, General Barker, publicó una orden del día a sus soldados en la que les exhortaba a no fraternizar con la comunidad judía, y agregaba: “El bolsillo es el aspecto mayormente sensible de la raza judía”. El 13 de junio los británicos agravaron sus medidas, y decidieron internar en campos de concentración de Chipre a los inmigrantes ilegales, que hasta entonces esperaban en el país a que les llegara el turno de la exigua cuota de inmigración para poder entrar oficialmente al país. Supimos que el primer barco, el Henrietta Szold, había sido interceptado: los “ilegales” hicieron frente a los soldados que abordaron la “nave (era un pequeña embarcación de madera de unas 250 toneladas habilitado para esa finalidad) con 543 judíos procedentes de Grecia, inclusive 200 niños. Las tropas tuvieron que recurrir a la fuerza para capturar el barco: los inmigrantes en su mayor parte supervivientes de los campos de exterminio, hicieron uso de todo lo que tenían a mano para agredir a los atacantes, y resistieron valientemente hasta que fueron reducidos por los gases lacrimógenos.
Las noticias sobre el particular encendieron los ánimos del yishuv. Se organizaron mítines de protesta en todo el país, y grandes masas de residentes veteranos desfilaron por las principales calles de Tel Aviv, luego de escuchar los militantes discursos de los dirigentes en la plaza Habima. Yo no podía faltar en esa demostración y formaba parte de la concentración humana que desfilaba por las calles de la ciudad exclamando una y otra vez “Aliyá jofshit, mediná ivrit” (Libre inmigración y Estado judío). Hubo algún acto de violencia cuando llegamos a la plaza Múgrabi, en el centro mismo de Tel Aviv en donde había una tienda de comestibles inglesa llamada Spinneys, cuyo escaparate quedó hecho añicos por nuestras pedradas. Pero todo terminó sin mayores incidentes: los efectivos ingleses alertados no intervinieron. Bien recuerdo que regresé a casa tan afónico que ni siquiera pude responder a las preguntas de mis padres. Lo que no sabía entonces es que al margen de mis inquietudes patrióticas, tenía un interés personal en ese suceso: en el barco en cuestión había llegado quien debería ser más tarde mi esposa…
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