domingo, 23 de septiembre de 2007

Sionismo y Cristianismo
Por: Gustavo Perednik


A la hora de evaluar a los enemigos que el pueblo judío ha tenido a lo largo de la historia, frecuentemente olvidamos a los amigos no judíos que hemos sabido tener. De la mano del autor de esta nota, nos enteramos que muchos de ellos, incluso, precedieron a nuestros precursores sionistas en la idea de una "república judía", y que el libro de cabecera de los primeros jalutzim la escribió un inglés de pura cepa cristiana.
El coronel Charles Churchill exhortaba a las autoridades de su país a que ayudasen a los judíos a retornar a su patria ancestral. Lo hacía nada menos que en 1841, cuando muy pocos consideraban viable ese retorno. Churchill le presentó un proyecto muy concreto a Moisés Montefiore, que eventualmente se frustró por el recontrol de los turcos sobre Palestina.
Más aún que ese rechazo, lo frustró a Churchill el hecho de que los principales beneficiarios de la aventura, los judíos, no reaccionaron con el entusiasmo que podía esperarse de ellos. Por eso concluyó por abandonar su empeño sionista.
En efecto, los judíos comenzaron a responder masivamente al llamado sionista sólo cuando estallaron los pogroms en Rusia, cuatro décadas después, en 1881. Lo cierto es que en el mundo cristiano unos cuantos se habían adelantado a los precursores judíos del sionismo moderno. La historia de esa gente fue escrita muy parcialmente, y confiamos en que algún día esa página gloriosa de la cristiandad sea más conocida y estudiada.
No resulta fácil indicar la fecha de nacimiento del sionismo cristiano, más habitualmente llamado Restauracionismo. Yona Malachi fija como pionero a Thomas Brightman (m. 1607) y entiende a estos innovadores como un desprendimiento del pietismo protestante en Inglaterra del siglo XVI.
En el siglo XVII se extendió a otros nacionales, como el francés Isaac de le Peyrere o el danés Holger Paulli, quienes llevaron la idea de adquirir Palestina para los judíos a diversas mesas de negociaciones diplomáticas. Cuando terminaba el siglo XVIII Napoleón Bonaparte emitió su Proclama a la Nación Judía en la que pedía apoyo para restaurar un Estado hebreo en la Tierra de Israel. Tres lustros después la era napoleónica llegaba a su fin y las añoranzas del sionismo cristiano penetran en la más excelsa literatura, como en las Melodías Hebreas del máximo romántico inglés, Lord Byron, quien en 1815 escribió versos conmovedores:

"El nido a la paloma contiene

y al zorro su cueva oscura

cada nación patria tiene

e Israel –¡la sepultura!"

Los puritanos habían transmitido su devoción por la Biblia, por el idioma de ésta y su nación, a los peregrinos que se lanzaron al Nuevo Mundo. Allí pueden rastrearse las profundas raíces de la amistad que el pueblo norteamericano profesa por Israel. Los motivos bíblicos poblaron la gesta independentista en Norteamérica. Los peregrinos que cruzaban el Atlántico se sintieron hebreos atravesando el Mar Rojo, perseguidos por el rey de Inglaterra, "el moderno Faraón", y bajo el liderazgo de Washington y Jefferson, a quienes llamaron "Moisés y Arón".
John Adams (primer vicepresidente y segundo presidente norteamericano) llamó al pueblo hebreo "la nación más gloriosa que jamás haya aparecido sobre la faz de la tierra". Su colega, amigo y competidor político fue Thomas Jefferson, el llamado "profeta del sueño americano". (Es notable que ambos fallecieron justo el mismo día, el 4 de julio de 1826, exactamente medio siglo después de que se declarara la independencia). En la correspondencia que se intercambiaron había un gran interés por la historia de los judíos y admiración por los logros de éstos. No son causas meramente políticas o económicas las que dictaron cuál fue el primer país en reconocer al Estado de Israel y su más perseverante aliado.
Decenas de ríos y aldeas norteamericanas recibieron nombres bíblicos, y algunas universidades como Harvard y Yale, utilizaron sus lemas en hebreo y no en latín. Hasta 1819 el discurso de apertura de los estudios en la primera de ellas, la universidad más importante del mundo, se pronunciaba en hebreo.
También el fundador de la Cruz Roja Internacional fue un activo sionista cristiano a partir de 1863. Jean-Henri Dunan fundó en Londres la Sociedad de Colonización de Palestina y negoció tanto con Napoleón III como con el gobierno turco.
Los ingleses sobresalieron más que ningún otro grupo. Cuatro de ellos caben mencionarse: Hechler, Oliphant, George Eliot y Balfour. William Hechler fue la mano derecha de Teodoro Herzl. Laurence Oliphant trajo a Palestina a un secretario privado que hablara hebreo, Naftali Herz Imber, creador del Hatikva.
Y la última novela de George Eliot, Daniel Deronda, fue una especie de introducción literaria a la Declaración Balfour. Un año después de que La Nación de Buenos Aires publicó la novela judeofóbica La Bolsa y de que Leandro Alem fundara el Partido Radical (que gobierna hoy la Argentina), llegaba al país en 1892 un militar casi cincuentón. No lo llevaba una misión diplomática sino a revisar las colonias israelitas establecidas en Entre Ríos por la Asociación de Colonización Judía que tres años antes había fundado el Barón Mauricio de Hirsch.

LA NOVELA SIONISTA
El visitante había nacido en la India, de padres judíos apóstatas, y pese a ese hogar totalmente asimilado, a los veinte años descubrió su identidad hebrea iniciando una vida en la que se equilibraron una intensa actividad judía con una clara vocación de servicio al imperio británico. Así fue como Albert Edward Williamson Goldsmid, designado coronel en 1894, comandaba un regimiento Galés cuando se encontró con Teodoro Herzl. En Cardiff, el coronel Goldsmid recibe a Herzl en su casa, le narra sus experiencias en la Argentina, y le ofrece sus servicios con significativa presentación: "Yo soy Daniel Deronda". Según el historiador Cecil Roth, Herzl había tenido en cuenta a Goldsmid para importantes funciones en el Estado judío en formación.
La búsqueda de sus propias raíces por parte de Goldsmid había servido de inspiración para la novela de George Eliot, publicada en ocho libros en 1876. El argumento es básicamente el siguiente: una cantante da a luz a un bebé y se lo entrega a un admirador a fin de que éste lo eduque. De este modo intentaba ahorrarle al niño los sufrimientos que consideraba inherentes al ser judío. Daniel Deronda crece de este modo en un hogar de comprensión y de riquezas pero, según lo convenido, se le oculta su origen judío. Paradojalmente, el joven se siente atraído por los israelitas a quienes conoce desde la misma escuela, especialmente hacia Mirah, una joven a la que salva de ahogarse y en busca de cuyos familiares entra en contacto directo con muchos judíos, sus opiniones y anhelos diversos.
Uno de ellos, Mordejai, es quien más influyó en la vida de Deronda, y con quien sostiene charlas filosóficas que crean en él admiración, y el deseo de ser judío. Mordejai es pobre y enfermo y por ello desea hallar algún correligionario a fin de cumplir con la misión de revivir al pueblo judío en su tierra.
George Eliot cerró el círculo narrativo a modo de aquellos viejos cuentos populares en cuyo desenlace un plebeyo, príncipe de nacimiento, descubre su origen. Deronda viaja a Frankfurt y allí lo reconoce un gran amigo de su abuelo, quien se comunica con la madre del joven, veinticinco años después del abandono. La verdad se revela: el protagonista se entera jubiloso de su ascendencia y descubre su recuperada identidad ante su amigo y ante Mirah, con quien se casa y viaja a la Tierra de Israel para, según la recomendación de Mordejai, "recrear una república judía".
Hasta aquí el argumento de la novela, que es al mismo tiempo un relato de amor, un análisis de la sociedad victoriana que llegaba a su fin, un estudio de relaciones humanas y, como producto de una pluma cristiana, una notable comprensión de la cuestión judía.
George Eliot le escribe a su colega norteamericana Harriet Beecher Stowe (la de "La Cabaña del Tío Tom") "…me sentí estimulada a tratar a los judíos con tanta benevolencia y comprensión como mi conocimiento me lo indicara".
En la biografía de Eliezer Ben Iehuda, renovador de la lengua hebrea, leemos: "En 1876 cuando Eliezer iba al colegio en Dwinsk, George Eliot escribió Daniel Deronda, que durante años constituyó la Biblia para los sionistas".
Una nueva escuela de escritores en Rusia, como Peretz, Gordon y Smolenskin, hicieron de la restauración judía su ideal, del hebreo su idioma, y de Daniel Deronda su novela. Otra escritora cuyo interés por lo judaico fue promovido por esta lectura fue Emma Lazarus, poetisa neoyorquina de origen sefaradí. Su tragedia en verso Danza de la Muerte está dedicada a George Eliot e incluida en los Cantos de una semita. Recordemos que el soneto El nuevo coloso (1883) de Emma Lazarus, tuvo el privilegio de ser grabado veinte años después nada menos que en la Estatua de la Libertad. Se transformó así en una oda inmortal a la libertad norteamericana, que reza: "Enviadme los sin hogar, los que arrojó la tormenta. Yo alzo mi luz en la dorada puerta".
Existe una larga lista de cristianos que supieron entender, valorar y apoyar la lucha de Israel. La nación inglesa ha enriquecido esa lista con figuras descollantes como el periodista Charles P. Scott, el historiador Thomas Macaulay, el comandante John Henry Patterson y el estadista Arthur James Balfour. En lo que a literatura se refiere, George Eliot ocupa un lugar de privilegio en esa nómina.

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