martes, 23 de octubre de 2007

De profesión refugiado

La solución más postergada de la Historia
Gustavo D. Perednik (El Catoblepas)
El verdadero problema insito en el caso de los refugiados palestinos, es la manipulación informativa. El resto, puede obtener fácil solución.
Que la prensa española con frecuencia se dedique a la cuestión no llamará la atención, ya que en términos generales se esmera desproporcionadamente en todo lo que puede zaherir a Israel y al pueblo judío. Para la judeofobia de medios como El País, los judíos no tienen ni siquiera derecho a la vida, y para todo atentado terrorista contra israelíes, se encontrará la manera de descargar la culpa en las víctimas. Esta escala de valores retorcida es la que alienta a los regímenes trogloditas del mundo árabe a continuar su guerra genocida contra Israel, porque saben que en Occidente habrá una Maruja Torres que siempre salga a defenderlos. Y la matanza continúa. Baste leer la forma en que la prensa española se refirió al reciente atentado en Haifa (4/10/03) para llegar a la deprimente conclusión de que esa prensa maniquea es socia directa de la muerte en el Cercano Oriente.
Pero como lo definiera la enfermiza sinceridad de Enrique Curiel en el título de su artículo en La Razón de Madrid (20/4/03): «el problema es Israel.» Siempre Israel, nada más que Israel.
Precisamente, destacar un asunto de entre miles, y pasar a definirlo como «problema», es un ardid propagandístico con el velado intento de priorizar ciertos intereses por sobre otros, e imponer al debate internacional un arbitrario orden del día. Así fue con «el problema judío» y así se deriva de «el problema» de Jerusalén».
Sin duda los pueblos árabe-musulmanes (el palestino incluido) padecen gravísimas dificultades: la práctica de la esclavitud, la degradación de la mujer, la explotación de niños, la lasciva pompa de sus jeques, emires y reyezuelos; la violenta persecución de «desvíos» sexuales, la pena de muerte por apostasía o adulterio, la poligamia, la corrupción, la represión de conciencia, la falta de libertad de expresión, de asociación, de prensa; el atraso, el analfabetismo, la tendencia constante hacia la violencia, la aquiescencia terrorista. En fin: lo peor de las sociedades contemporáneas se ha concentrado en la guarida del mundo árabe, un resabio medieval al que su principal intelectual recién fallecido, Edward Said, ha denominado «un infierno». Un infierno social al que lo agrava una característica que le es propia: echarle siempre la culpa al mundo externo. Los países de la Liga Árabe son la antítesis de la autocrítica, y por ende nunca avanzan en la solución de sus problemas.
Por ello, será ineficaz quien de la mezcolanza de desdichas que hemos desgranado, se empecine en agitar una sola, aquélla con la que los árabes pueden volver a achacarle culpas a los de afuera (innecesario aclarar que Israel es el permanente candidato a acusado). Quien exima a los árabes de asumir responsabilidad por sus infortunios, deberá de hacerlo por una de dos motivaciones: o bien una mala intención judeofóbica (como en el caso de la prensa española, salvo honrosas excepciones), o bien una miopía masoquista de quien acata el temario que le dictan los violentos.
En cualquiera de los dos casos, aceptar que el gran problema del Medio Oriente es Israel, o los refugiados palestinos, tendrá como efecto impedir que los sufrientes árabes, por una única vez, inviertan sus esfuerzos en paliar sus verdaderos infortunios, en vez de dedicar sus energías a denigrar a Israel.
Un uno por ciento muy popular
Casi toda guerra, en mayor o menor medida, produce refugiados. Desde la segunda guerra mundial hubo en el mundo cien millones. El 99% de esos casos terminaron resolviéndose satisfactoriamente, aun cuando se trataba de poblaciones que migraban con idiomas distintos de los de los países que finalmente los absorbieron, y que practicaban culturas y religiones diferentes. El único 1% tercamente postrado, fueron los refugiados árabes, a pesar de que su veintena de Estados poseen un territorio mucho mayor que toda Europa (para una población que es sólo un cuarto de la europea), con inmensas riquezas petroleras. Estados que además, tienen religión e idioma uniformes, lo que reduciría la tarea de captar refugiados a una mera cuestión de buena voluntad. Precisamente, que nunca hayan deseado resolverlo, ése es el verdadero problema.
Los judíos sí solucionamos la desgracia de nuestros refugiados (enormemente peor que la de los árabes) gracias a que la sociedad israelí es autocrítica: como no busca constantemente las culpas afuera, aceptó el desafío y venció todo escollo. Arribaron a Israel sin trabajo, sin sustento, sin idioma, con traumas y dolor, millones de ellos, a quienes una sociedad pequeña, joven, agredida, sin recursos ni petróleo, les otorgó vivienda, educación, salud, democracia, identidad y futuro. El maravilloso éxito es la quintaesencia del sionismo.
De entre los millones de refugiados judíos, una parte de ellos inmigraron precisamente desde los países árabes, de donde se vieron obligados a escapar humillados y desposeídos. (Huelga decir que los medios europeos jamás registraron su sufrimiento; recuérdese que se trata del vano sufrimiento judío). Y aunque en cifras fueron similares a los refugiados árabe-palestinos (más o menos medio millón), cabe señalar una diferencia: mientras los judíos huyeron bajo amenazas, los árabes partieron, en su mayoría, azuzados por las bravatas árabes que les prometían vanamente regresar una vez que Israel fuera destruido. A fin de noviembre de 1947 el delegado egipcio en la ONU advertía que «la vida de un millón de judíos de los países musulmanes se ve puesta en peligro debido a la partición». Los líderes israelíes, por el contrario, le ofrecieron a los árabes que permanecieran en el país hebreo naciente. Y se produjo un intercambio de poblaciones, perfectamente natural, que en otros casos fueron expeditamente aceptados por la comunidad internacional (como el resultante de guerras entre India y Pakistán, o entre Grecia y Turquía, entre otros).
Nunca crear, siempre destruir
La exigencia del liderazgo de Arafat de que los refugiados palestinos regresen a Israel (lo que terminó arruinando las negociaciones en Camp David en 2000 y los motivó a la más sangrienta agresión), implica una paradoja notable para su movimiento nacional.
Si desean un Estado palestino independiente, no es lógico proponer a un tiempo la división de su pueblo. Uno no puede ser un nacionalista palestino, y simultáneamente impulsar la despalestinización de su propia gente, por medio de pedir que una parte de ésta sea israelí.
Esta paradoja no la señalo sólo yo. La menciona expresamente Khalil Shikaki (director del Centro Palestino de Investigación Política y Opinión de Ramallah) en su artículo en el Wall Street Journal de la última semana de julio 2003).
Lo que Shikaki omite es que la paradoja tiene una explicación, clara y dolorosa. El movimiento nacional palestino no procura ningún logro nacional, nunca lo ha procurado, ni siquiera la independencia. Lo que busca es la destrucción del otro. En aras de ese objetivo, está dispuesto a sacrificar a su propia población, sea perpetuando la miseria de los refugiados, sea educando a sus niños en el odio y en modelo de la autoinmolación como antesala del paraíso, sea en el rechazo reiterado de crear su propio Estado para convivir con Israel (como hicieron en Camp David).
La responsabilidad de los refugiados árabes es de ellos. Si hubieran aceptado la partición de 1947, no habría habido ningún refugiado.
La responsabilidad de las guerras sangrientas en el Medio Oriente, es de ellos. Si hubieran aceptado alguna de las proposiciones israelíes en aras de una paz genuina, no habría habido en nuestra región tanto torrente de sangre de ambas partes.
Una de las expresiones más trágicas del objetivo arafatista de destruir al otro y de no construir nada para su propio pueblo, es la conmemoración de la «nakba» que ha comenzado hace algunos años. Los líderes palestinos no estimulan a su gente a celebrar ningún logro propio, sino a lamentarse de los ajenos, y así cada 15 de mayo manifiestan con violencia contra la independencia de Israel. No plantean una medida que resuelva la adversidad de sus refugiados, sino una que permita destruir Israel. Por eso el malogrado Primer Ministro Abu Mazen había despertado nuevas esperanzas al descartar la insistencia arafatista de que los refugiados palestinos sean «repatriados» a Israel. (Por supuesto, en la prensa española Abu Mazen fue bastante impopular, porque indicaba una posibilidad de paz con Israel.)
El sino trágico de los palestinos es que su problema tiene una solución al alcance de la mano. Como lo señaló Albert Memmi, todo su sufrimiento comenzó porque se trasladaran (en general voluntariamente) a unos pocos kilómetros de distancia, hacia terruños con su mismo idioma y costumbres. Si no fueron absorbidos, es porque sus hermanos los líderes árabes quisieron (y quieren) usarlos como peones políticos para seguir amedrentando a Israel.
Con una módica contribución de los inagotables pozos petroleros sauditas, y buena voluntad, el problema se resolvería en cuestión de meses.
Pero los medios de difusión, enceguecidos por su obsesión anti-israelí, han optado, también en este tema, por echar más leña al fuego en vez de estimular la solución. Quienes legitiman la cortina de humo que se llama «refugiados palestinos», y de este modo alientan demandas irredentistas encaminadas a destruir el Estado judío, ellos son el problema. El de la perseverante enemistad para socavar a Israel, que sí es un asunto serio. A diferencia del otro, es muy profundo, y su solución aún no se ve en el horizonte.
El artículo tiene sus años pero no ha perdido la más mínima vigencia.

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