miércoles, 4 de abril de 2007

Borges, yedid del pueblo judío


JUDEIDAD Y BORGES

Por GUSTAVO DANIEL PEREDNIK

Como lo resumiera André Malraux, Borges lo leyó todo, especialmente aquello que ya nadie lee. Sus fuentes virtualmente innumerables, e inesperadas, redundan en la fascinante vastedad de la obra borgeana. Por ello, evocar al autor de El Aleph puede empujarnos en varias direcciones. Una, la de Palermo, los malevos, Güiraldes, arrabales, el Martín Fierro o Evaristo Carriego, resultado de una pluma vivamente argentina. Otra, un fluir de asociaciones que abarca a Rilke, las Mil y Una Noches, los vikings y el Dante, y revela a quien, incapaz de estrecharse en una sola tradición, es un creador universal. Una tercera es una cultura que predomina en su curiosidad: la judaica.

BORGES, JUDIO

Varios puentes en el universo borgeano llevan a lo judío. Recomienda el aprendizaje del idioma alemán a través de la poesía de Heine. El primer libro que lee en ese idioma es Der Golem de Gustav Meyrink, una fantasía sobre el ghetto de Praga que despertó para siempre su inquietud por las cuestiones cabalísticas.

Su conocimiento del judaísmo, empero, se remonta a la lectura de la Biblia, que lo moldeó desde su primera infancia. Su abuela paterna, Fanny Haslam Arnet, era una cultora de la Biblia que le abrió las puertas a la cultura judaica, con la que fue

identificándose hasta pensarse frecuentemente como judío. Reaccionó ante esos pensamientos con su irónica y escandalosa humildad: "No lo merezco. He hecho lo mejor que pude para ser un judío. Pude haber fracasado. Si pertenecemos a la civilización occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas aventuras de la sangre, somos griegos y judíos. Muchas veces me pienso judío pero me pregunto si tengo el derecho de hacerlo".

La única opinión política a la que Borges permitió interferir en su literatura fue la defensa de Israel "cuando lo urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días". Cuando estalló esa guerra, Borges irrumpió en la biblioteca de la Sociedad Hebraica Argentina con un poema dedicado a Israel, y solicitó "la hospitalidad" de la revista de esa entidad, en la que eventualmente fueron publicados los versos. Agregó a su solicitud un fervoroso y elocuente llamado: "¡Viva la patria!".

George Steiner en su libro Extraterritorialidad presenta a Borges como ejemplo del escritor que rechaza los los límites de una sola herencia, rechazo que para Steiner constituye un elemento constitutivo de la judeidad. No faltaron rastreos de posibles orígenes judíos de Borges.

Sus alas creadoras le valieron el Premio Jerusalén en 1971, una de las muchas glorias con las que compensó lo que él llamaba ingeniosamente una tradición anual escandinava (que consistía en negarle el Premio Nobel). Borges integra en efecto la nómina nada despreciable de genios literarios privados de ese premio, tales como Tolstoi, Proust, Joyce, Strindberg, Malraux y otros.

Lo judaico en Borges es imaginable como el viaje que plantea Platón. Se forma intelectualmente, sale a la sociedad a retroalimentarse, y regresa a su fuente formativa. Por esas tres etapas transcurrió el Israel borgeano, para el que la tríada es Buenos Aires-Europa-Buenos Aires.

El punto de partida porteño es su mentada infancia imbuída de la Biblia, a la que denominó "punto de partida de todo". Sus dos estaciones europeas son Ginebra y Madrid. En la primera transcurrió su adolescencia, educado en el Colegio Calvino en el que sus dos mejores amigos fueron Simón Jichlinsky y Mauricio Abramowicz (huelga aclaración de origen). Con ellos dos se reencontró cuarenta años más tarde en la misma Ginebra que vio forjar sus años mozos y en la que descansan sus restos. Allí se había trasladado su familia a comienzos de la Gran Guerra. Concluída ésta, vivieron un tiempo en Madrid, en donde Borges trabó amistad con Rafael Cansinos Asséns, de quien siempre se consideró discípulo.

De Cansinos no aprendió sólo poética y ultraísmo, sino la opción que el intelectual español enfrentó en los años veinte, entre una España tradicionalista, ortodoxa y judeofóbica, frente a otra liberal, heterodoxa y con simpatías por el judaísmo.

Con esa opción en la mano regresa Borges a Buenos Aires, en la que el crecimiento del nazismo lo empuja a un filosemitismo militante. Tal militancia se destila por ejemplo en su sarcástico texto Yo, judío con el que parafraseamos esta sección. Escrita unos meses después de entronizado el Führer, la página ridiculiza con maestría la "acusación" de los judeófobos argentinos de que Borges tenía ascendencia israelita.

Restablecido en Buenos Aires, Borges publica en la imprenta de Manuel Gleizer, pionero de la edición literaria en la Argentina, a quien le dedicaría algún verso.

Su período más importante de creación es precisamente la Segunda Guerra Mundial. Publica entonces su prólogo al Mester de judería de su amigo Carlos Grünberg, en el que destaca la legítima integración de lo judío con lo argentino. Segundamente La muerte y la brújula: sólo un genio de su talla podía sintetizar en un cuento la filosofía de Baruj Spinoza proponiendo en lenguaje narrativo una dilucidación racional-geométrica de Dios. Luego vendrá su máxima colección de cuentos, El Aleph, y el Holocausto llegaba a su fin.

LA JUDEIDAD EN LA NARRATIVA DE BORGES

No sólo las ideas concebidas en el judaísmo interesan a Borges, sino también la circunstancia del hombre judío de carne y hueso, las formas de asunción de su pertenencia, es decir: la judeidad. El conocimiento de lo judaico por Borges, y su cariño por esta cultura, le permiten crear una galería de personajes judíos de los que, usando la libertad que le otorga ser un filosemita, frecuentemente se explaya en su judeidad. Así intercala sin pudor estereotipos muy negativos del judío a fin de enriquecer el logro literario.

Por ejemplo ya en 1934 en el cuarto cuento de la Historia Universal de la Infamia, "El proveedor de iniquidades Monk Eastman... era hijo de un patrón de restaurante de los que anuncian Kosher, donde varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con rectitud".

El judío en este relato "fue el encargado... de mantener el orden en uno de los salones de bailes públicos… en la ciudad de Nueva York... Ejerció hasta 1899, temido y solo.... He aquí sus honorarios: 10 dólares una oreja arrancada, 15 una pierna rota....100 el negocio entero". Con referencia a su judeidad el autor parece sorprenderse de que rasgos de inmoralidad tan extrema definan a un judío y nos dice: "Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo".

Paralela ironía a la de degollar con rectitud se aplica años después en Emma Zunz en el que Aaron Loewenthal "era para todos un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. El dinero era su verdadera pasión... Era muy religioso: creía tener con el Señor un pacto secreto que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones". Al morir, Loewenthal "injuria en español y en ídish".

La soltura que señalamos se hace patente también en un cuento muy posterior, Guayaquil, en el que "Martín Heidegger... probó asimismo que el linaje de Zimerman era hebreo, por no decir judío". Los diez judíos centrales en la narrativa borgeana son: Edward Ostermann, Red Scharlach, Marcelo Yarmolinsky, Jaromir Hladík, Aaron Loewenthal, Emma Zunz, David Jerusalem, Urmann, Jacobo Fischbein y Eduardo Zimerman. De esos diez, los dos primeros y la mujer son homicidas; el quinto, un estafador; el noveno un traidor; el último, usurpador.

Entre los personajes del cuento judío La muerte y la brújula de 1942, tanto el asesino Red Scharlach como el periodista Marcelo Yarmolinsky son judíos. El primero nos cuenta que "Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús. Me repetía la sentencia de los goim: ‘todos los caminos llevan a Roma’".

El segundo es "delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico" y la ironía de Borges combina la actitud individual del judío con las características que lo vinculan a su estirpe: "Nunca sabremos si el hotel le agradó. Lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms".

Otra faceta irónica son los sentimientos anticristianos que se vierten en una coyuntura de autodefensa: "’Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías’ murmuró Lönnrot. `Como el cristianismo’ se atrevió a completar el redactor de la Yidishe Zeitung", Marcelo Yarmolinsky. Una expresión parecida se lee en Deutsches Requiem: "El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo que es la fe de Jesús".

Con todo, la cualidad más reiterada de sus judíos es su pertenencia a la intelectualidad; son personas ilustradas, artistas. El milagro secreto es protagonizado por quien vive en la Zeltnergasse, en donde vivía Kafka. Jaromir Hladík es traductor del Sepher Ietzirá y autor de un drama poético Los enemigos. La detención del tiempo en un instante, uno de los temas que fascinó a Borges, aparece en este cuento por medio de un gracia que Dios le concede a este escritor antes de su fusilamiento. (Cabe mencionar que en el cuento Cuatro versiones de Judas, una herejía general, el mismo Hladík es citado como parte de una pretendida bibliografía).

El cuento Deutsches Requiem trae a David Jerusalem, un personaje que aparece tan sólo en el recuerdo de su verdugo. El judío había sido "célebre poeta que es comparado con Whitman. El protagonista real es un alemán que espera su fusilamiento condenado por torturador. David Jerusalem se presenta como "una zona del alma del criminal y, nos informa el autor, "tal vez símbolo de varios invdividuos"

EDUARDO ZIMERMAN, JACOBO FISCHBEIN

Los dos últimos personajes judíos de Borges, son aquéllos en los que la judeidad está más elaborada. Ambos son de El informe de Brodie, de 1970. En el cuento Guayaquil, el doctor Eduardo Zimerman, de la Universidad del Sur, compite con el narrador para viajar a Sulace, capital del imaginario Estado Occidental, a fin de descifrar una carta de Bolívar, firmada en Cartagena en 1822. De Zimerman se nos anuncia que es "un historiógrafo extranjero arrojado de su país por el Tercer Reich y ahora ciudadano argentino".

La mención posterior, menos neutra, hace una descripción del "... éxodo y de las transhumantes actividades de nuestro huésped". El protagonista lo define en otra formulación: "Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la historia... Pero precisamente la historia, encarnada en un insensato, me arrojó de esa ciudad..."

La judeidad asoma también en la obra del historiador: "De su labor, sin duda benemérita, sólo he podido examinar una vindicación de la república semítica de Cartago...", y el autor emite otra ironía en forma de opinión: "El servilismo del hebreo y el servilismo del alemán estaban en su voz".

Zimerman saldrá vencedor de un sutil enfrentamiento intelectual con su competidor gentil. Logra incluso apaciguar al oponente, al disfrazar su propia victoria de derrota: "Es su sangre, Usted es el genuino historiador. Su gente anduvo por los campos de América y libró grandes batallas, mientras la mía, oscura, apenas emergía del ghetto".

Finalmente, la más pormenorizada de las judeidades borgeanas es la de Jacobo Fischbein, del cuento El indigno. Se nos indica que "solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen".

Lo que constituye una nueva manifestación literaria, fue entendido como una opinión del autor. Así, hay quien justifica esta condena del sionismo "por parte de Borges", sobre todo porque se produce justamente entre sus dos viajes a Israel, y aun se llega a la revelación de raíces filobritánicas que explicarían el "antisionismo de Borges". Nos parece excesivo. Borges no niega el sionismo; crea una idea que pone en boca de Fischbein, según un hábito de invención de doctrinas y de razonamientos parciales, que le es muy propio. La invención de ideas -a menudo llevadas a una lógica tan extrema que linda con el absurdo­ es parte del estilo de Borges, pero todas se presentan con un sentido estético.

Veamos otras características de Fischbein: es dueño de una librería céntrica de Buenos Aires en la que compila una copiosa antología de la obra de Spinoza; tenía (no para la venta) la Kabbala denudata de Rosenroth. Es un entrerriano, condición que le permite desmitificar a los "gauchos judíos (que) no hubo nunca; éramos comerciantes y chacareros". En su adolescencia comienza a endiosar a orilleros y malevos, a quienes termina por traicionar.

Relata de sí mismo: "Me he afiliado al partido socialista, soy un buen argentino y un buen judío". Puede entenderse que la afiliación al socialismo es la peculiar forma que adquiere su ser "buen argentino y judío", y no una virtud adicional. Ello parece ser así porque Fischbein en ningún momento ejerce ese ser "buen judío". Además de antisionista, se avergüenza de su pertenencia y esconde su nombre para que no lo desprecien ("sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también... Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein", y acaban por decirle "el Rusito"); no es religioso (un viernes a la noche participa, como "campana y como traidor, del asalto a la tejeduría de Weidemann, otro judío con el que no parece identificarse). Incluso en la policía reitera que es un "buen argentino" pero excluye la parte judaica.

Las contradicciones internas de esta judeidad son un buen broche para mostrar elocuentemente la compleja o inexplicada dimensión del judío, que fascinó a Borges no menos que el judaísmo como civilización, y que se exterioriza vívidamente en su narrativa.

Mas de todos estos personajes elijo destacar a quien de algún modo personifica lo que con cierto exceso podríamos llamar la filosofía borgeana, que es un intento de refutación del tiempo o del concepto de lo temporal.

Me refiero al mentado Jaromir Hladík, un judío que a punto de ser fusilado logra detener la bala por tanto tiempo como necesita para corregir mentalmente su obra literaria. El gran argentino también ejerce la refutación del tiempo, aunque de otra manera, que consiste en haber logrado que con los años su obra sea cada vez más leída y valorada.



Borges judío
Por Moshé Korin

Borges llegó a afirmar, parafraseando a Paul Valéry (1871-1945), que la Historia de la literatura podría escribirse sin mencionar a un solo autor; debería ser la Historia del Espíritu como productor y consumidor de literatura. Lo creado disuelve al creador; el gran Libro trasciende a los hombres. La escritura literaria es, ante todo, Escritura; la creación es un hecho sagrado: acontece en una dimensión temporal que no es la de los hechos sociales. La inteligibilidad que tiene Borges de la literatura no puede ser más hebrea.

Las conexiones de Borges con el judaísmo son numerosas y complejas. La presencia de motivos judíos o hebreos en los textos de Borges, tanto en lo referente a su contenido como en lo que respecta a la estructura, es bien conocida por sus lectores. No sucede lo mismo en cuanto a sus vinculaciones personales y profesionales con instituciones de la comunidad judía e incluso con el Gobierno de Israel, de quien fuera invitado en 1969:

Pasé diez días muy emocionantes en Tel Aviv y Jerusalem... Volví con la convicción de haber estado en la más antigua y en la más joven de las naciones, de haber venido de una tierra viva, alerta, a un rincón medio dormido del mundo.

Durante la Guerra de los Seis Días, Borges tomó partido por Israel, sin duda porque lo fascinaba el carácter casi fabuloso y épico de la empresa guerrera que había encarado la joven nación: ante los bríos de esa tierra que germinaba en proyectos, se entiende que la suya propia se le apareciese como un rincón adormecido.

El entusiasmo de Borges por la Israel guerrera lo llevó a escribir dos poemas, uno al calor de la batalla:

¿Quién me dirá si estás en el perdido
Laberinto de ríos seculares
De mi sangre, Israel?
...
Salve, Israel, que guardas la muralla
De Dios, en la pasión de tu batalla.

(A Israel, 1967)

Escribe otro, una semana más tarde, coronando la victoria israelí:

Un hombre condenado a ser el escarnio,
la abominación, el judío,
un hombre lapidado, incendiado
y ahogado en cámaras letales,
un hombre que se obstina en ser inmortal
y que ahora ha vuelto a su batalla,
a la violenta luz de la victoria,
hermoso como un león al mediodía.

(Israel, 1967)

Y en 1969, año en que visita Israel invitado y homenajeado por el gobierno, nos regala aquellos versos que no pueden ser más justos, con la pasión contenida tan propia del rigor borgeano:

Serás un israelí, serás un soldado,
Edificarás la patria con ciénagas;
la levantarás con desiertos./
Trabajará contigo tu hermano,
cuya cara no has visto nunca./
Una sola cosa te prometemos:
tu puesto en la batalla.

(Israel, 1969)

Borges cultivó grandes amistades con judíos. Su relación con Bernardo Ezequiel Koremblit hizo que acostumbrara trabajar durante casi dos años en la sede de la Sociedad Hebraica Argentina. Había culminado su ciclo como director de la Biblioteca Nacional, y el despacho de Koremblit lo aislaba convenientemente de los importunos, de los ruidos y del trajín que a menudo perturban el trabajo. Llegaba cerca de las tres de la tarde, a diario, para dictar, escuchar lecturas, preparar conferencias, artículos, libros, y se marchaba alrededor de las seis y media. Es conocida la implacable rutina de Borges en sus tareas.

En una ocasión en que el escritor no pudo asistir a una reunión a la que lo había invitado el Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino Israelí, envió estas líneas afectuosas:

Queridos amigos:
No me perdono mi inevitable ausencia. Quiero repetir que de algún modo estoy con ustedes, íntimamente, esencialmente. Sólo nos alejan las circunstancias, que son, según se sabe, ficciones.
Un perdurable abrazo.
Jorge Luis Borges.

Las circunstancias a que se refiere Borges en estas líneas son las de un inevitable viaje. Sin embargo, hay otra lectura posible: que la ficción a que alude sea su realidad no judía, una mera circunstancia actual que él se va a encargar de refutar a lo largo de su vida y de su obra. Durante mucho tiempo, Borges indagó en su genealogía la presencia de algún antepasado judío. Estaba convencido de que a través de la línea materna, la de los Acevedo, su sangre se encontraba con un pasado sefardita. Se amparaba en una referencia de Ramos Mejía, quien en Rosas y su tiempo demuestra que todos, o casi todos los apellidos principales de la ciudad, por aquel entonces, procedían de cepa hebreo-portuguesa, y enumera entre ellos el de los Acevedo.

Si la línea materna lo filiaba al judaísmo, tal como corresponde a la tradición, por el lado de la sangre, la línea paterna lo filiaba por el lado de la letra:

Yo llegué muy pronto a venerar a la cultura hebrea porque una de mis abuelas era inglesa y sabía la Biblia de memoria. Alguien citaba una sentencia bíblica y ella daba inmediatamente el capítulo y el versículo... la Biblia entró en mí muy tempranamente.

Borges nunca dejó de subrayar la deuda que la literatura occidental tiene con la cultura hebrea. Reconocer esa deuda en su propia literatura, lejos de pesarle lo enorgullecía. Según José Luis Najenson, Borges no era judío ni cabalista, pero envidió ambas pesadas cargas con afán. La mística judía ejerció en él fascinación; estudió con detenimiento a Guérshom Schólem, a quien llamó maestro, y se jactaba de haber sido "el primero y muy imperfecto traductor de la obra de Martín Búber". Es conocida la relación de profundo respeto y admiración que Borges tenía con Rafael Cansinos Assens (escribió el libro "El candelabro de los siete brazos"), a quien consideraba otro de sus maestros.

La escritura: cifra del mundo

La Cábala constituye uno de los motivos centrales en la identificación de Borges con el judaísmo. Como si fuera el Aleph de la propia obra del escritor, este motivo irradia y justifica los otros, entre ellos, su admiración ante el culto hebreo por el Libro. Leer un libro, hablar de un libro, recordar un libro, era para él una experiencia fabulosa:

En un libro sagrado son sagradas no sólo sus palabras sino las letras con las que fueron escritas. Ese concepto lo aplicaron los cabalistas al estudio de la Escritura... El Espíritu Santo condescendió a la literatura y escribió un libro. En ese libro, nada puede ser casual. En toda escritura humana hay algo casual... El curioso modus operandi de los cabalistas está basado en una premisa lógica: la idea de que la Escritura es un texto absoluto, y en un texto absoluto nada puede ser obra del azar.

(Conferencia sobre la Cábala)

Borges, como los cabalistas, consagró su obra a la tarea infinita de develar el secreto cósmico de la Creación. Pero justamente el carácter imposible de esa empresa era lo que lo fascinaba: sostenía que los cabalistas no habían escrito para facilitar la verdad, sino para insinuarla y estimular su búsqueda.

La Escritura como cifra del mundo y la lectura como desciframiento, son los ejes de la obra de Borges. Esos motivos reaparecen en dos dimensiones a lo largo de su literatura. Por un lado, se podría decir que la fundan, por cuanto en ellos el escritor – como los cabalistas, otros escribas- encuentra la justificación de su oficio; por otro, constituyen las temáticas predilectas con las que Borges imagina sus argumentos literarios.

En La Biblioteca de Babel, encontramos un número infinito de libros con el mismo formato: cada libro consta del mismo número de páginas, cada página del mismo número de líneas y cada línea del mismo número de caracteres. El significado de cada una de esas obras es impenetrable; la lengua, desconocida.

El motivo reaparece en El milagro secreto. Jaromir Hládik, erudito de Praga, sueña con la Biblioteca del Clementinum. "¿Qué busca?", le preguntan. "Busco a Dios... Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum".

El tema retorna otra vez en "La muerte y la brújula". Estamos ante el único relato de la literatura mundial basado en los datos de la Cábala. Tres asesinatos han sido cometidos. En cada ocasión aparece en el lugar del crimen una hoja de papel con la sentencia: la primera, luego la segunda, después la tercera "letra del Nombre ha sido articulada".

El detective Lönrot, instruido en la literatura cabalística, intenta penetrar el misterio. Descubre que los lugares donde fueron cometidos los crímenes forman los tres vértices de un triángulo equilátero. Infiere que el cuarto crimen ha de corresponder a la cuarta letra del Nombre, y que tendrá lugar en el cuarto punto del rombo virtual reconstituido. La deducción es perfecta, pero Lönrot queda atrapado en el borde imposible de su razonamiento: es él, en efecto, quien será asesinado.

Finalmente, en El Gólem, uno de los poemas más clásicos de la lírica de Borges, el motivo de la creación asociado al carácter simbólico de la escritura confluye en otro de sus tópicos predilectos, la figura del regressus ad infinitum: el hombre que sueña y comprende con estupor que es a su vez el sueño de otro (un dios); el jugador de ajedrez que es a su vez la pieza de un juego Divino; la apertura en abismo que no tiene fin, como una galería muda de espejos que se miran mirarse ... Borges elucubró así la imagen inútil, inmóvil, incorruptible, secreta... de la eternidad.

El poema nos sitúa ante Judá León, el rabí de Praga, quien se pregunta – para suscitar a su vez la pregunta de Borges sobre su propia pregunta- al contemplar con estupor la criatura que acaba de crear:

¿Por qué di en agregar a la infinita
Serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
Madeja que en lo eterno se devana
Di otra causa, otro efecto y otra cuita?

En la hora de angustia y de luz vaga,
En su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?

Borges conjeturó una y otra vez que en su pasado había ancestros judíos. Esto puede entenderse como una rigurosa búsqueda histórica, pero cabe también que estemos ante otra conjetura borgeana. La primera hipótesis no tiene más valor que el dato documental, lo que el mismo Borges alguna vez denominó "la policía de los pequeños detalles". La segunda, en cambio, ostenta seducción literaria: ¿por qué la literatura de Borges necesitó postular que corría sangre judía en las venas de su autor? No es seguro que tales raíces hubiesen dado inexorablemente esos frutos; lo que sí es seguro es que dichos frutos necesitaron arraigar en ese suelo para madurar.

No hay comentarios: