Los judíos y Jerusalem
Autor: Gustavo D Perednik(Publicado en WZO)
http://noti.hebreos.net/
Si Jerusalem es sagrada para tres religiones, se pregunta Don Confuso algo malhumorado ¿por qué debe gobernar en ella el judaísmo en exclusividad?. Parece tener razón en su reclamo. Parece. La verdad es que no solamente el judaísmo no debe gobernar, sino que de hecho no gobierna. No es el rabinato ni la Jevra Kadisha quienes administran la ciudad; es el estado del pueblo judío. La demanda judaica para con Jerusalem no es religiosa: es nacional.
Por ello, Don Confuso hallará respuestas mucho más rápidas cuando reformule su pregunta de este modo: “si el pueblo judío no es el único que exige Jerusalem,¿por qué le asiste ese derecho en exclusividad?” Así sí, podemos encaminarnos a entender la cuestión.
Hace casi tres milenios, el profeta Isaías creó la parábola de una “Jerusalem de los cielos”, ciudad a la que la tradición judaica terminó por adjudicarle dos roles: que precede a todo lo existente y que, al final de la historia, unirá a la humanidad entera. La cristiandad, que reconoce en ella su cuna, se concentró en el arquetipo.
La ciudad inspiró durante toda la Edad Media. En Francia, canciones de gesta. Además de la Canción de Rolando, el Ciclo de Carlomagno es un grupo de poemas franceses medievales que incluyen el Peregrinaje de Carlomagno a Jerusalem.
En Inglaterra, poemas épicos. En los veinticuatro cuentos que conforman la colección de los Canterbury de Geoffrey Chaucer, el prólogo introduce a la treintena de personajes en la taberna de Sothwark. Entre ellos el párroco transformaba ese peregrinaje primaveral al sepulcro de Thomas Becket, en un viaje espiritual a Jerusalem.
En el Renacimiento italiano, epopeyas como Jerusalem Liberada de Torcuato Tasso, en la que una romantización de la Primera Cruzada alaba a los portadores del ideal religioso, siempre sintetizado en Jerusalem.
De esa aureola de santidad, la ciudad nunca logró desembarazarse. Cuando Francois de Chateaubriand, uno de los más tempranos románticos franceses, muestra su fascinación por lo exótico, lo hace en un Itinerario de París a Jerusalem. El himno nacional-religioso de Gran Bretaña lleva por título Jerusalem; es uno de los cuartetos más bíblicos y conmovedores de William Blake. Así escribió el poeta y así cantan los británicos hasta el día de hoy: “No cesaré en mi lucha mental/ ni dormirá mi espada en mi mano/ hasta que hayamos construido Jerusalem/ en la verde y agradable campiña inglesa”.
Tanto verso y epopeya han distorsionado la comprensión de la Jerusalem real. Sobre todo desde que la hiperespiritualización con la que arremetiera el cristianismo, virtualmente se universalizó con el Islam. Cuando se habla de Jerusalem se alza la vista a los cielos y pocas veces se piensa en la polis concreta.
Latinoamérica no divergió de esa idealización. Más de una década antes que Tasso, se conoció la más antigua poesía escrita en el Río de la Plata: el Romance Elegíaco de Luis de Miranda de Villafaña, clérigo de la expedición de Pedro de Mendoza. Un pasaje de estas coplas compara la hambruna que padeció Buenos Aires en 1537, cuando la sitiaron los querandíes, con el sitio de Jerusalem a manos de Tito el romano: “Allegó la costa a tanto/ que, como en Jerusalem,/ la carne de hombre también / la comieron”. Esos versos rudimentarios son el primer documento de la conquista del Río de la Plata, y muestran que aun en las letras hispanoamericanas el heroísmo, o la entereza, se hierosolimitan.
Para Latinoamérica, sin embargo, la idealización no impidió un contacto más realista con la ciudad y con los exclusivos derechos nacionales (no religiosos) que posee en ella el pueblo judío. De los trece países que tenían aquí su embajada hasta fin de 1980, doce eran latinoamericanos. Igualmente lo fueron las únicas dos embajadas que se restablecieron en Jerusalem cuando ese año Irak y Arabia Saudita encabezaron la exitosa campaña para que se retiraran las representaciones diplomáticas de Jerusalem.
También en esto Israel es especial, puesto que constituye el único estado soberano, de casi doscientos que hay, al que se le cuestiona su derecho de decidir la sede de su capital. En la mayor parte de los mapas, se marca Tel Aviv como capital de Israel.
País renacido o país nuevo
El motivo de esa terquedad, es complejo. Si Tel Aviv es la capital de Israel, estamos frente a un país moderno, novedoso, aceptado, aun un estado con el que se podría llegar a convivir en paz. Pero cuando se acepta a Jerusalem como capital israelí, se admite implícitamente que aquí no hay novedad, sino un estado renacido. La misma Jerusalem que fuera la capital de los judíos hace siglos, ha recuperado esa función. La vindicación de Jerusalem como nuestra exclusiva capital, fortalece la legitimidad del estado judío renacido en la patria ancestral. No hace falta ser judío ni israelí para notarlo. El filósofo católico español Julián Marías lo puso de manifiesto en su libro Israel una resurrección: sin Jerusalem como capital, Israel pierde “sentido histórico”.
Otra de las causas de tanta ambigua espiritualización es la antigüedad de la ciudad. Es lógico y natural que se envuelva en aureolas metafísicas a una urbe que se retrotrae al pasado más remoto, ya mencionada en las famosas epístolas de Tel-el-Amarna (siglo XIV aec) y aun en documentos egipcios de medio milenio antes. Después de todo, es una ciudad en la que ocurrieron eventos de trascendencia insoslayable, que los Salmos elevan hasta lo más sublime, y que en la Biblia se menciona más de setecientas veces desde el mismo libro del Génesis. (Cabe recordar que por el contrario, el Corán ni una sola vez se refiere a Jerusalem).
Pero cuando focalizamos la historia en la edad contemporánea, observamos que los judíos somos el grupo mayoritario de la ciudad desde hace ya un siglo y medio, y que ésta nunca fue capital (ni siquiera provincial) bajo imperios cualesquiera, incluido el del Islam. El breve control árabe de la ciudad significó destrucción y atraso, y por su parte, la recuperación judía fue la única que garantizó libertad de cultos y protección a los lugares sagrados de todos los credos, amén de un crecimiento sostenido y visible.
Es que la aspiración israelita siempre se diferenció porque el retorno era concebido también a la Jerusalem terrena. Los caraítas que regresaron hace mil años otorgaron a los retornantes el título honorífico de “Jerusalem”. Aquí regresó Iehuda Haleví en el siglo XII y Najmánides en el XIII, y los Jasidéi Ashkenaz, y Ovadia de Bertinoro en el XV. Y luego la inmigración de Jazón Sión que arribó en 1722 y las varias olas de jasidim, y los alumnos del Gaón de Vilna, y finalmente los biluím, y las inmigraciones modernas que reconstruyeron el estado judío. Todos a Jerusalem no para soñar sino para cumplir con sus sueños.
Por eso fue tan importante celebrar hace un lustro el cumpleaños número tres mil de la ciudad. Se ponía así de relieve que el rey David proclamó la ciudad como capital de Israel, un dato histórico que exige ser explicitado, a fin de atenuar los aspectos metafísicos y teológicos de la ciudad.
Decimos que la distinción entre la idealización de Jerusalem que nace en el judaísmo, por un lado, y la que hereda el resto de la humanidad por el otro, es que en el caso judío la ciudad espiritual se complementa con la reconstrucción de la manifiesta. A ella, los judíos por doquier dirigen sus rezos tres veces por día, pidiendo que Dios “regrese a Su ciudad… la reconstruya en nuestros días… y contemplen nuestros ojos ese retorno”.
El recientemente fallecido poeta israelí Iehuda Amijai, en su poema Turistas, reflejó la permanente dicotomía de las dos Jerusalem, y la opción judía por lo terrenal. Amijai se describe a sí mismo cargando dos bolsas del mercado. Un guía turístico lo señala con el dedo y explica a su grupo: “un poco más a la derecha de aquel hombre con las bolsas se encuentra un arco de la época romana”. Amijai reflexiona: “la redención llegará sólo cuando les digan: ¿Ven el arco de la época romana? No importa. Pero debajo a la izquierda hay un hombre sentado que compró frutas y verduras para su casa”.
Don Confuso entenderá
El malentendido de Don Confuso radica en mezclar dos cuestiones. La Jerusalem celestial lo es para todas las religiones que han tomado del judaísmo su santidad, y todas sin excepción tienen libertad de culto desde la reunificación. Pero ello no contradice el hecho de que la polis tiene un solo legítimo poseedor nacional y ése es Israel. El control hebreo sobre la totalidad de Jerusalem, ha sido la garantía, no sólo de una soberanía fundada en derechos históricos, sino también de la libertad que el sionismo ofrece a todos los habitantes, sin distinción de religiones ni de orígenes.
Más allá del pasado tan rico envuelto en el misterio, la desinformación acerca de la ciudad tiene una causa adicional, y probablemente la principal. Es la ponzoña que difunden los enemigos de Israel tergiversando historias y religiones. El profesor Iassir Mallah, de la Universidad de Belén, insiste en que el patriarca Abraham no sólo fue musulmán, sino sido “un imán de la nación árabe”. La Tierra Prometida de la Biblia, explica el erudito, es la Gran Siria. Le fue asignada al pueblo judío so condición de que siguiera las enseñanzas mosaicas, pero la promesa fue revocada con el arribo de Mahoma.
¿Un fenómeno marginal de fundamentalistas? Qué va. Los mismos absurdos se presentan cotidianamente en los medios de difusión. Cuando la cadena televisiva ABC proyectó un programa enteramente dedicado a Jerusalem, sentenció Dean Reynolds en pantalla: “…para obtener las negociaciones de paz, se les pide a los palestinos que renuncien a su sueño de hacer de Jerusalem la capital de un estado palestino”. Sueño extraño, teniendo en cuenta en setecientos años de gobierno árabe, cuatrocientos de turco-musulmán y diecinueve de jordano-palestino, Jerusalem nunca fue capital de nada. Ni siquiera una sola escuela islámica de importancia fue jamás establecida aquí, ni visitó la ciudad ningún jefe de estado árabe.
Reescribir la historia de Jerusalem trasciende los medios tradicionalmente hostiles a Israel. La Encyclopedia Britannica, una de las más prestigiosas del mundo, publicó que Jerusalem es una ciudad de peregrinaje para los musulmanes (falso) y que éstos miran a ella para rezar (sus plegarias se dirigen sólo a La Meca).
La tergiversación es el instrumento que usa el mundo para “resolver” la cuestión de Jerusalem. Los gritos para cambiar el status de la ciudad se hicieron oír durante estas tres décadas y media de libertad, y no existieron durante las previas, cuando el control árabe destruyó más de treinta sinagogas, arrasó con el Monte de los Olivos, y ahogó el desarrollo de la ciudad.
Frente al bullicio, debemos ilustrar a los hombres de bien, mareados por el doble valor de Jerusalem. Hasta Don Confuso terminará por entrar en razones. Por un lado hay un carácter religioso sagrado, naturalmente compartido, y por otro, urge el tema de su soberanía política nacional que, por derecho milenario, es exclusividad del pueblo judío. Este segundo valor es precisamente la garantía del primero. O en palabras de Rabí Iojanán en el Talmud: “Dios no entrará en la Jerusalem celestial hasta tanto no ingrese en la terrena”.
Autor: Gustavo D Perednik
Publicado en WZO
Autor: Gustavo D Perednik(Publicado en WZO)
http://noti.hebreos.net/
Si Jerusalem es sagrada para tres religiones, se pregunta Don Confuso algo malhumorado ¿por qué debe gobernar en ella el judaísmo en exclusividad?. Parece tener razón en su reclamo. Parece. La verdad es que no solamente el judaísmo no debe gobernar, sino que de hecho no gobierna. No es el rabinato ni la Jevra Kadisha quienes administran la ciudad; es el estado del pueblo judío. La demanda judaica para con Jerusalem no es religiosa: es nacional.
Por ello, Don Confuso hallará respuestas mucho más rápidas cuando reformule su pregunta de este modo: “si el pueblo judío no es el único que exige Jerusalem,¿por qué le asiste ese derecho en exclusividad?” Así sí, podemos encaminarnos a entender la cuestión.
Hace casi tres milenios, el profeta Isaías creó la parábola de una “Jerusalem de los cielos”, ciudad a la que la tradición judaica terminó por adjudicarle dos roles: que precede a todo lo existente y que, al final de la historia, unirá a la humanidad entera. La cristiandad, que reconoce en ella su cuna, se concentró en el arquetipo.
La ciudad inspiró durante toda la Edad Media. En Francia, canciones de gesta. Además de la Canción de Rolando, el Ciclo de Carlomagno es un grupo de poemas franceses medievales que incluyen el Peregrinaje de Carlomagno a Jerusalem.
En Inglaterra, poemas épicos. En los veinticuatro cuentos que conforman la colección de los Canterbury de Geoffrey Chaucer, el prólogo introduce a la treintena de personajes en la taberna de Sothwark. Entre ellos el párroco transformaba ese peregrinaje primaveral al sepulcro de Thomas Becket, en un viaje espiritual a Jerusalem.
En el Renacimiento italiano, epopeyas como Jerusalem Liberada de Torcuato Tasso, en la que una romantización de la Primera Cruzada alaba a los portadores del ideal religioso, siempre sintetizado en Jerusalem.
De esa aureola de santidad, la ciudad nunca logró desembarazarse. Cuando Francois de Chateaubriand, uno de los más tempranos románticos franceses, muestra su fascinación por lo exótico, lo hace en un Itinerario de París a Jerusalem. El himno nacional-religioso de Gran Bretaña lleva por título Jerusalem; es uno de los cuartetos más bíblicos y conmovedores de William Blake. Así escribió el poeta y así cantan los británicos hasta el día de hoy: “No cesaré en mi lucha mental/ ni dormirá mi espada en mi mano/ hasta que hayamos construido Jerusalem/ en la verde y agradable campiña inglesa”.
Tanto verso y epopeya han distorsionado la comprensión de la Jerusalem real. Sobre todo desde que la hiperespiritualización con la que arremetiera el cristianismo, virtualmente se universalizó con el Islam. Cuando se habla de Jerusalem se alza la vista a los cielos y pocas veces se piensa en la polis concreta.
Latinoamérica no divergió de esa idealización. Más de una década antes que Tasso, se conoció la más antigua poesía escrita en el Río de la Plata: el Romance Elegíaco de Luis de Miranda de Villafaña, clérigo de la expedición de Pedro de Mendoza. Un pasaje de estas coplas compara la hambruna que padeció Buenos Aires en 1537, cuando la sitiaron los querandíes, con el sitio de Jerusalem a manos de Tito el romano: “Allegó la costa a tanto/ que, como en Jerusalem,/ la carne de hombre también / la comieron”. Esos versos rudimentarios son el primer documento de la conquista del Río de la Plata, y muestran que aun en las letras hispanoamericanas el heroísmo, o la entereza, se hierosolimitan.
Para Latinoamérica, sin embargo, la idealización no impidió un contacto más realista con la ciudad y con los exclusivos derechos nacionales (no religiosos) que posee en ella el pueblo judío. De los trece países que tenían aquí su embajada hasta fin de 1980, doce eran latinoamericanos. Igualmente lo fueron las únicas dos embajadas que se restablecieron en Jerusalem cuando ese año Irak y Arabia Saudita encabezaron la exitosa campaña para que se retiraran las representaciones diplomáticas de Jerusalem.
También en esto Israel es especial, puesto que constituye el único estado soberano, de casi doscientos que hay, al que se le cuestiona su derecho de decidir la sede de su capital. En la mayor parte de los mapas, se marca Tel Aviv como capital de Israel.
País renacido o país nuevo
El motivo de esa terquedad, es complejo. Si Tel Aviv es la capital de Israel, estamos frente a un país moderno, novedoso, aceptado, aun un estado con el que se podría llegar a convivir en paz. Pero cuando se acepta a Jerusalem como capital israelí, se admite implícitamente que aquí no hay novedad, sino un estado renacido. La misma Jerusalem que fuera la capital de los judíos hace siglos, ha recuperado esa función. La vindicación de Jerusalem como nuestra exclusiva capital, fortalece la legitimidad del estado judío renacido en la patria ancestral. No hace falta ser judío ni israelí para notarlo. El filósofo católico español Julián Marías lo puso de manifiesto en su libro Israel una resurrección: sin Jerusalem como capital, Israel pierde “sentido histórico”.
Otra de las causas de tanta ambigua espiritualización es la antigüedad de la ciudad. Es lógico y natural que se envuelva en aureolas metafísicas a una urbe que se retrotrae al pasado más remoto, ya mencionada en las famosas epístolas de Tel-el-Amarna (siglo XIV aec) y aun en documentos egipcios de medio milenio antes. Después de todo, es una ciudad en la que ocurrieron eventos de trascendencia insoslayable, que los Salmos elevan hasta lo más sublime, y que en la Biblia se menciona más de setecientas veces desde el mismo libro del Génesis. (Cabe recordar que por el contrario, el Corán ni una sola vez se refiere a Jerusalem).
Pero cuando focalizamos la historia en la edad contemporánea, observamos que los judíos somos el grupo mayoritario de la ciudad desde hace ya un siglo y medio, y que ésta nunca fue capital (ni siquiera provincial) bajo imperios cualesquiera, incluido el del Islam. El breve control árabe de la ciudad significó destrucción y atraso, y por su parte, la recuperación judía fue la única que garantizó libertad de cultos y protección a los lugares sagrados de todos los credos, amén de un crecimiento sostenido y visible.
Es que la aspiración israelita siempre se diferenció porque el retorno era concebido también a la Jerusalem terrena. Los caraítas que regresaron hace mil años otorgaron a los retornantes el título honorífico de “Jerusalem”. Aquí regresó Iehuda Haleví en el siglo XII y Najmánides en el XIII, y los Jasidéi Ashkenaz, y Ovadia de Bertinoro en el XV. Y luego la inmigración de Jazón Sión que arribó en 1722 y las varias olas de jasidim, y los alumnos del Gaón de Vilna, y finalmente los biluím, y las inmigraciones modernas que reconstruyeron el estado judío. Todos a Jerusalem no para soñar sino para cumplir con sus sueños.
Por eso fue tan importante celebrar hace un lustro el cumpleaños número tres mil de la ciudad. Se ponía así de relieve que el rey David proclamó la ciudad como capital de Israel, un dato histórico que exige ser explicitado, a fin de atenuar los aspectos metafísicos y teológicos de la ciudad.
Decimos que la distinción entre la idealización de Jerusalem que nace en el judaísmo, por un lado, y la que hereda el resto de la humanidad por el otro, es que en el caso judío la ciudad espiritual se complementa con la reconstrucción de la manifiesta. A ella, los judíos por doquier dirigen sus rezos tres veces por día, pidiendo que Dios “regrese a Su ciudad… la reconstruya en nuestros días… y contemplen nuestros ojos ese retorno”.
El recientemente fallecido poeta israelí Iehuda Amijai, en su poema Turistas, reflejó la permanente dicotomía de las dos Jerusalem, y la opción judía por lo terrenal. Amijai se describe a sí mismo cargando dos bolsas del mercado. Un guía turístico lo señala con el dedo y explica a su grupo: “un poco más a la derecha de aquel hombre con las bolsas se encuentra un arco de la época romana”. Amijai reflexiona: “la redención llegará sólo cuando les digan: ¿Ven el arco de la época romana? No importa. Pero debajo a la izquierda hay un hombre sentado que compró frutas y verduras para su casa”.
Don Confuso entenderá
El malentendido de Don Confuso radica en mezclar dos cuestiones. La Jerusalem celestial lo es para todas las religiones que han tomado del judaísmo su santidad, y todas sin excepción tienen libertad de culto desde la reunificación. Pero ello no contradice el hecho de que la polis tiene un solo legítimo poseedor nacional y ése es Israel. El control hebreo sobre la totalidad de Jerusalem, ha sido la garantía, no sólo de una soberanía fundada en derechos históricos, sino también de la libertad que el sionismo ofrece a todos los habitantes, sin distinción de religiones ni de orígenes.
Más allá del pasado tan rico envuelto en el misterio, la desinformación acerca de la ciudad tiene una causa adicional, y probablemente la principal. Es la ponzoña que difunden los enemigos de Israel tergiversando historias y religiones. El profesor Iassir Mallah, de la Universidad de Belén, insiste en que el patriarca Abraham no sólo fue musulmán, sino sido “un imán de la nación árabe”. La Tierra Prometida de la Biblia, explica el erudito, es la Gran Siria. Le fue asignada al pueblo judío so condición de que siguiera las enseñanzas mosaicas, pero la promesa fue revocada con el arribo de Mahoma.
¿Un fenómeno marginal de fundamentalistas? Qué va. Los mismos absurdos se presentan cotidianamente en los medios de difusión. Cuando la cadena televisiva ABC proyectó un programa enteramente dedicado a Jerusalem, sentenció Dean Reynolds en pantalla: “…para obtener las negociaciones de paz, se les pide a los palestinos que renuncien a su sueño de hacer de Jerusalem la capital de un estado palestino”. Sueño extraño, teniendo en cuenta en setecientos años de gobierno árabe, cuatrocientos de turco-musulmán y diecinueve de jordano-palestino, Jerusalem nunca fue capital de nada. Ni siquiera una sola escuela islámica de importancia fue jamás establecida aquí, ni visitó la ciudad ningún jefe de estado árabe.
Reescribir la historia de Jerusalem trasciende los medios tradicionalmente hostiles a Israel. La Encyclopedia Britannica, una de las más prestigiosas del mundo, publicó que Jerusalem es una ciudad de peregrinaje para los musulmanes (falso) y que éstos miran a ella para rezar (sus plegarias se dirigen sólo a La Meca).
La tergiversación es el instrumento que usa el mundo para “resolver” la cuestión de Jerusalem. Los gritos para cambiar el status de la ciudad se hicieron oír durante estas tres décadas y media de libertad, y no existieron durante las previas, cuando el control árabe destruyó más de treinta sinagogas, arrasó con el Monte de los Olivos, y ahogó el desarrollo de la ciudad.
Frente al bullicio, debemos ilustrar a los hombres de bien, mareados por el doble valor de Jerusalem. Hasta Don Confuso terminará por entrar en razones. Por un lado hay un carácter religioso sagrado, naturalmente compartido, y por otro, urge el tema de su soberanía política nacional que, por derecho milenario, es exclusividad del pueblo judío. Este segundo valor es precisamente la garantía del primero. O en palabras de Rabí Iojanán en el Talmud: “Dios no entrará en la Jerusalem celestial hasta tanto no ingrese en la terrena”.
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