La fobia antisemita
Gabriel Albiac (El Mundo, 4 de abril de 2002)
Sartre, que era, además de rojo, inteligente, majestuosamente inteligente, daba, a inicio de los años 50, la clave maldita del antisemitismo (ya sé que la denominación etimológicamente correcta es antijudaísmo, pero me ajusto al diccionario convenido), ésa que lo blinda y lo convierte en pulsión fóbica de una subjetividad enferma. Incurable. Y siempre asesina. Por necesidad.
Cito, pues, al viejo maestro, uno de los pocos grandes de los casi ninguno del siglo XX. En el retrato que él traza, veo los rostros de mis coetáneos: los que hoy desbarran sobre Israel, histéricos de odio contra el único Estado democrático el único de por ahí. «Si el antisemita es, como cualquiera puede comprobarlo, impermeable a las razones y a la experiencia, no es porque su convicción sea fuerte; sino que, más bien, su convicción es fuerte porque, en primer lugar, ha elegido ser impermeable».
La fobia del antisemita es esencial porque afecta a la insoportabilidad de su propia miseria. Un don nadie, un pobre imbécil sólo puede sentirse algo inventándose un Otro demoníaco, absoluto; un Otro totémico, sobre el cual proyectar toda miseria, toda sordidez, toda inhumanidad: todo cuanto él es, en suma. La gratificación que da ese verter sobre un metafísico chivo expiatorio la invalidez propia es muy reconfortante para un desgraciado. Por eso el antisemitismo fue siempre tan popular. Por encima de ideologías. A izquierda como a derecha.
No hay cuestión judía. Hay cuestión antisemita. Y esa cuestión antisemita es fascinante, precisamente porque es síntoma de un punto de gravedad muy hondo en la condición humana: el espanto hacia la incertidumbre en la cual nuestro ser precarios nos instala.Frente al terror de lo inseguro, el antisemita posee la respuesta universal al origen de todo mal: el fantasma de un demonio absoluto que la fórmula es de un gran maestro alemán en materia de muerte «no es ni siquiera un animal, sino una aberración de la naturaleza», el mítico invento al cual llama «judío». Y es ese invento vuelvo a citar a Sartre del judío imaginario lo que «simplemente permite al antisemita aplastar su angustia en el huevo».
Pues que «el antisemita es el hombre que quiere ser roca implacable, torrente furioso, rayo devastador, cualquier cosa menos hombre», nada más lógico que dar siempre con algún anónimo cretino de acento palestino o de Chamberí que te amenace de muerte por teléfono como puto judío. No es nuevo. Aunque yo no sea judío.O aunque lo sea, sí, en el sentido exacto que Sartre dice: todos, tras Auschwitz, lo somos. Todos. Menos los nazis. Por supuesto.Sea cual sea su máscara retórica. Sea cual sea el color de la bandera en la que envuelven su miseria.
Cito, pues, al viejo maestro, uno de los pocos grandes de los casi ninguno del siglo XX. En el retrato que él traza, veo los rostros de mis coetáneos: los que hoy desbarran sobre Israel, histéricos de odio contra el único Estado democrático el único de por ahí. «Si el antisemita es, como cualquiera puede comprobarlo, impermeable a las razones y a la experiencia, no es porque su convicción sea fuerte; sino que, más bien, su convicción es fuerte porque, en primer lugar, ha elegido ser impermeable».
La fobia del antisemita es esencial porque afecta a la insoportabilidad de su propia miseria. Un don nadie, un pobre imbécil sólo puede sentirse algo inventándose un Otro demoníaco, absoluto; un Otro totémico, sobre el cual proyectar toda miseria, toda sordidez, toda inhumanidad: todo cuanto él es, en suma. La gratificación que da ese verter sobre un metafísico chivo expiatorio la invalidez propia es muy reconfortante para un desgraciado. Por eso el antisemitismo fue siempre tan popular. Por encima de ideologías. A izquierda como a derecha.
No hay cuestión judía. Hay cuestión antisemita. Y esa cuestión antisemita es fascinante, precisamente porque es síntoma de un punto de gravedad muy hondo en la condición humana: el espanto hacia la incertidumbre en la cual nuestro ser precarios nos instala.Frente al terror de lo inseguro, el antisemita posee la respuesta universal al origen de todo mal: el fantasma de un demonio absoluto que la fórmula es de un gran maestro alemán en materia de muerte «no es ni siquiera un animal, sino una aberración de la naturaleza», el mítico invento al cual llama «judío». Y es ese invento vuelvo a citar a Sartre del judío imaginario lo que «simplemente permite al antisemita aplastar su angustia en el huevo».
Pues que «el antisemita es el hombre que quiere ser roca implacable, torrente furioso, rayo devastador, cualquier cosa menos hombre», nada más lógico que dar siempre con algún anónimo cretino de acento palestino o de Chamberí que te amenace de muerte por teléfono como puto judío. No es nuevo. Aunque yo no sea judío.O aunque lo sea, sí, en el sentido exacto que Sartre dice: todos, tras Auschwitz, lo somos. Todos. Menos los nazis. Por supuesto.Sea cual sea su máscara retórica. Sea cual sea el color de la bandera en la que envuelven su miseria.
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