CHOQUE DE CIVILIZACIONES (mayo de 2004)
Por FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS de las Reales Academias Española y de la Historia
CUENTA Demóstenes cómo, cada vez que Filipo daba un zarpazo a una ciudad amiga de Atenas, las tropas atenienses acudían allí un poco tarde, como el boxeador que, golpeado, se lleva la mano al miembro herido. Fuera de esto, poco hacían: Filipo tenía amigos que blanqueaban su imagen en la Asamblea y los atenienses preferían cerrar los ojos. Pregonaban en público sus inacciones, mientras Filipo preparaba en secreto sus golpes. A las pequeñas guerras limitadas, enviaban mercenarios. Y a Demóstenes le trataban de exagerado y belicista. Reaccionaron ya tarde: Filipo se los merendó.
¿Les recuerda esto alguna cosa?
Claro que existe el «choque de civilizaciones»: entre la nuestra, que es hoy ya la del mundo entero, y una parte de la islámica: el terrorismo.
En el siglo VII los musulmanes invadieron a griegos, romanos, godos, judíos, iranios, indios. Los consideraban decadentes, como ahora a nosotros. Traían una cultura cerrada y dogmática, una teocracia de guerreros que, si morían, iban al paraíso.
Ciertamente, las religiones que encontraron, el Cristianismo en primer término, eran igual de dogmáticas y rígidas. Sus fieles no temían, ellos tampoco, el martirio. Pero hubo un larguísimo proceso por el cual, a través del influjo de griegos y romanos, del Humanismo y de movimientos igualitarios, liberales y sociales, hemos llegado a nuestro hoy. Nuestra civilización ha absorbido a pueblos y razas diferentes, desde los germanos, celtas y eslavos. Ha creado un modelo de sociedad, de vida y de política que se extiende por el planeta. También por el mundo musulmán. Pero aquí viene la segunda parte de esta historia.
Cierto que nuestro modelo a veces provoca rechazos. Nosotros mismos podemos sentir desconcierto, añorar el pasado. Pero son los musulmanes los que, hablo abreviando mucho, han rechazado por dos veces este modelo. No todos, ciertamente.
Los califas ilustrados de Damasco, de Bagdad y de Córdoba, entre los siglos VIII y X, trataron de helenizar el Islam. Una pléyade de sabios trató de conciliarlo con Platón y Aristóteles, como en Occidente se trató de conciliar a éstos con el Cristianismo. Profundizaron las rutas de las Ciencias griegas. Pero pronto se impuso la intolerancia de los fanáticos venidos del desierto.
Y luego, desde el siglo XIX, el contacto con los pueblos de Europa creó en el mundo islámico una vasta capa de población occidentalizada. Sigue siendo importante y amplia. Ha logrado la independencia y quiere paz y prosperidad, trata de hacerlas compatibles con su religión.
Europa había reaccionado ante las invasiones con la Reconquista, las Cruzadas, el colonialismo. Esto quedaba ahora lejos, la sociedad islámica trataba de recoger los frutos que eran positivos. Pero hubo, hay, un sector que no acepta ese empuje fáustico de nuestras sociedades: el igualitarismo, el laicismo, la libertad de ideas, la globalización. A veces también a nosotros nos asusta. Pero buscamos acuerdos, no estrellamos aviones ni hacemos explotar mochilas.
Esta es la cuestión. Todos los grandes movimientos que han conquistado el mundo son obra de pequeñas minorías fanáticas. Cierto que arropadas de un modo u otro por sectores más vastos. Son los iluminados que son ya mártires, ya asesinos, ya las dos cosas. Sin mover un músculo de la cara. Me bastaría un pequeño repaso a la historia para hacerlo ver.
Ahora en el mundo musulmán el fanatismo original revive. ¿Qué es un fanático o un fundamentalista, si quieren? Alguien que cree poseer la verdad absoluta, sin condiciones, y que no acepta someterla a los votos o los consensos o las leyes. Este es el clash, el choque de civilizaciones.
Ante ese enemigo oscuro, imprevisible, implacable, Occidente está en mala posición. Rehuye las armas, ni siquiera le gustan los ejércitos profesionales, apenas produce mártires. Y si hay alguien que olvida los deberes de humanidad, esto, sabiamente explotado, se vuelve a favor del enemigo. ¡Somos iguales todos!, proclaman. Falso: existe entre ellos y nosotros un foso profundo.
Pero hay las divisiones y hay quienes aprovechan la situación para intereses personales o de partido o de nación. Somos un todo, con los errores que unos y otros tengamos: no lo ven. Domina la blandura, el creer que ya pasará todo, que son hechos aislados. ¡Paz, paz! gritan y suena, a veces, a pura capitulación. Como cuando la pedían en Atenas frente a Filipo.
Frente a un mundo insensible ante la sangre, aquí cualquier riesgo produce miedo. Manera segura de atraerse un peligro mayor, Churchill bien lo proclamó.
Pero hay el gran arte de la propaganda: consiste en poner en foco lo que se quiere, cambiar las proporciones, repartir a su gusto las cartelas de lo justo y lo injusto, olvidar cosas y contextos, poner otras a una luz falsa. Sacar, incluso, de hechos verdaderos, falsedades. En un momento dado, en España, parecía que el GAL y no ETA eran el centro del problema; cuando la guerra del Vietnam, los estudiantes que no querían ir a ella más un conglomerado de intereses que al final derribó al Presidente y ganó las elecciones, hicieron que la causa enemiga pareciera la justa y moral. Y la propia la injusta. Aprovecharon, claro, incidentes penosos y metieron la guerra en las salas de estar con ayuda de la televisión. EE.UU. hubo de retirarse.
Cuando miramos hoy en derredor encontramos un panorama no disímil. Ha habido, hay, una «tragedia de errores». Sadam Husein era el autor de dos guerras y de millones de muertos y era justo deponerlo. Él y los terroristas eran, para nosotros, un todo. Pero se empezó tarde - Bush padre perdió la gran ocasión- y con falsas ilusiones: fue imposible alcanzar una unidad, se oponían los altivos nacionalismos europeos y todo el pacifismo militante. EE.UU. acudió a pretextos absurdos como el de unas armas de destrucción masiva que no existían ya. Y creía que, ante la oferta de una democracia, los iraquíes iban a bailar de gozo. Gran desconocimiento.
Y siguió la acción de los fanáticos: segundo acto tras el 11 de Septiembre. Atocha, asesinatos infinitos. Sangre para las televisiones, vía segura para desarmar a un pueblo occidental. Para los más, vino un olvido colectivo. Un suceso de verdad lamentable, el de las famosas fotos (¿quién las hizo y filtró?) se convirtió en el centro del problema. Todos gritaban: somos igual de perversos, saquemos las manos de Irak, EE.UU. es el ocupante, los iraquíes (los fanáticos) tienen razón. Aceptemos la humillación y la derrota.
Entre tanto, España abandonaba tras un cambio de gobierno (jamás se había visto cosa igual). Italianos y polacos eran acosados. La prensa americana arremetía contra todo lo que le era sagrado, al final contra su Presidente. ¿Acabará todo como en el Vietnam? ¡Qué locura! ¡Los terroristas han hecho olvidar que son ellos los que iniciaron «las manos injustas» de que hablaba Heródoto!
Sin duda Bush ha cometido errores, las cosas eran más difíciles de lo que pensaba: unas bandas de fanáticos, que son marginales en la sociedad musulmana, nos tratan de tú a tú, son más fuertes. ¡Filipo frente a los demócratas de Atenas! Una propaganda insensata convierte a los fanáticos, casi, en «los buenos». ¿Masoquismo? ¿Cobardía? ¿Deseo de hacernos ver que los medios son el verdadero poder? ¿Intereses? Y sentimos debilidad y temor siendo, como somos, infinitamente más e infinitamente más libres.
Por muchos errores que unos y otros hayan cometido (también Aznar, que creyó contar con un país con el que no contaba y creyó en una fácil, ilusoria victoria), por muchos celos y ambiciones e inconsciencias que siga habiendo, todos somos unos. Y en el choque de civilizaciones tenemos razón, aunque tal o cual suceso nos abrume. Y Occidente sigue siendo la línea maestra de la historia. Y EE.UU. es lo que nos queda para defendernos.
Por FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS de las Reales Academias Española y de la Historia
CUENTA Demóstenes cómo, cada vez que Filipo daba un zarpazo a una ciudad amiga de Atenas, las tropas atenienses acudían allí un poco tarde, como el boxeador que, golpeado, se lleva la mano al miembro herido. Fuera de esto, poco hacían: Filipo tenía amigos que blanqueaban su imagen en la Asamblea y los atenienses preferían cerrar los ojos. Pregonaban en público sus inacciones, mientras Filipo preparaba en secreto sus golpes. A las pequeñas guerras limitadas, enviaban mercenarios. Y a Demóstenes le trataban de exagerado y belicista. Reaccionaron ya tarde: Filipo se los merendó.
¿Les recuerda esto alguna cosa?
Claro que existe el «choque de civilizaciones»: entre la nuestra, que es hoy ya la del mundo entero, y una parte de la islámica: el terrorismo.
En el siglo VII los musulmanes invadieron a griegos, romanos, godos, judíos, iranios, indios. Los consideraban decadentes, como ahora a nosotros. Traían una cultura cerrada y dogmática, una teocracia de guerreros que, si morían, iban al paraíso.
Ciertamente, las religiones que encontraron, el Cristianismo en primer término, eran igual de dogmáticas y rígidas. Sus fieles no temían, ellos tampoco, el martirio. Pero hubo un larguísimo proceso por el cual, a través del influjo de griegos y romanos, del Humanismo y de movimientos igualitarios, liberales y sociales, hemos llegado a nuestro hoy. Nuestra civilización ha absorbido a pueblos y razas diferentes, desde los germanos, celtas y eslavos. Ha creado un modelo de sociedad, de vida y de política que se extiende por el planeta. También por el mundo musulmán. Pero aquí viene la segunda parte de esta historia.
Cierto que nuestro modelo a veces provoca rechazos. Nosotros mismos podemos sentir desconcierto, añorar el pasado. Pero son los musulmanes los que, hablo abreviando mucho, han rechazado por dos veces este modelo. No todos, ciertamente.
Los califas ilustrados de Damasco, de Bagdad y de Córdoba, entre los siglos VIII y X, trataron de helenizar el Islam. Una pléyade de sabios trató de conciliarlo con Platón y Aristóteles, como en Occidente se trató de conciliar a éstos con el Cristianismo. Profundizaron las rutas de las Ciencias griegas. Pero pronto se impuso la intolerancia de los fanáticos venidos del desierto.
Y luego, desde el siglo XIX, el contacto con los pueblos de Europa creó en el mundo islámico una vasta capa de población occidentalizada. Sigue siendo importante y amplia. Ha logrado la independencia y quiere paz y prosperidad, trata de hacerlas compatibles con su religión.
Europa había reaccionado ante las invasiones con la Reconquista, las Cruzadas, el colonialismo. Esto quedaba ahora lejos, la sociedad islámica trataba de recoger los frutos que eran positivos. Pero hubo, hay, un sector que no acepta ese empuje fáustico de nuestras sociedades: el igualitarismo, el laicismo, la libertad de ideas, la globalización. A veces también a nosotros nos asusta. Pero buscamos acuerdos, no estrellamos aviones ni hacemos explotar mochilas.
Esta es la cuestión. Todos los grandes movimientos que han conquistado el mundo son obra de pequeñas minorías fanáticas. Cierto que arropadas de un modo u otro por sectores más vastos. Son los iluminados que son ya mártires, ya asesinos, ya las dos cosas. Sin mover un músculo de la cara. Me bastaría un pequeño repaso a la historia para hacerlo ver.
Ahora en el mundo musulmán el fanatismo original revive. ¿Qué es un fanático o un fundamentalista, si quieren? Alguien que cree poseer la verdad absoluta, sin condiciones, y que no acepta someterla a los votos o los consensos o las leyes. Este es el clash, el choque de civilizaciones.
Ante ese enemigo oscuro, imprevisible, implacable, Occidente está en mala posición. Rehuye las armas, ni siquiera le gustan los ejércitos profesionales, apenas produce mártires. Y si hay alguien que olvida los deberes de humanidad, esto, sabiamente explotado, se vuelve a favor del enemigo. ¡Somos iguales todos!, proclaman. Falso: existe entre ellos y nosotros un foso profundo.
Pero hay las divisiones y hay quienes aprovechan la situación para intereses personales o de partido o de nación. Somos un todo, con los errores que unos y otros tengamos: no lo ven. Domina la blandura, el creer que ya pasará todo, que son hechos aislados. ¡Paz, paz! gritan y suena, a veces, a pura capitulación. Como cuando la pedían en Atenas frente a Filipo.
Frente a un mundo insensible ante la sangre, aquí cualquier riesgo produce miedo. Manera segura de atraerse un peligro mayor, Churchill bien lo proclamó.
Pero hay el gran arte de la propaganda: consiste en poner en foco lo que se quiere, cambiar las proporciones, repartir a su gusto las cartelas de lo justo y lo injusto, olvidar cosas y contextos, poner otras a una luz falsa. Sacar, incluso, de hechos verdaderos, falsedades. En un momento dado, en España, parecía que el GAL y no ETA eran el centro del problema; cuando la guerra del Vietnam, los estudiantes que no querían ir a ella más un conglomerado de intereses que al final derribó al Presidente y ganó las elecciones, hicieron que la causa enemiga pareciera la justa y moral. Y la propia la injusta. Aprovecharon, claro, incidentes penosos y metieron la guerra en las salas de estar con ayuda de la televisión. EE.UU. hubo de retirarse.
Cuando miramos hoy en derredor encontramos un panorama no disímil. Ha habido, hay, una «tragedia de errores». Sadam Husein era el autor de dos guerras y de millones de muertos y era justo deponerlo. Él y los terroristas eran, para nosotros, un todo. Pero se empezó tarde - Bush padre perdió la gran ocasión- y con falsas ilusiones: fue imposible alcanzar una unidad, se oponían los altivos nacionalismos europeos y todo el pacifismo militante. EE.UU. acudió a pretextos absurdos como el de unas armas de destrucción masiva que no existían ya. Y creía que, ante la oferta de una democracia, los iraquíes iban a bailar de gozo. Gran desconocimiento.
Y siguió la acción de los fanáticos: segundo acto tras el 11 de Septiembre. Atocha, asesinatos infinitos. Sangre para las televisiones, vía segura para desarmar a un pueblo occidental. Para los más, vino un olvido colectivo. Un suceso de verdad lamentable, el de las famosas fotos (¿quién las hizo y filtró?) se convirtió en el centro del problema. Todos gritaban: somos igual de perversos, saquemos las manos de Irak, EE.UU. es el ocupante, los iraquíes (los fanáticos) tienen razón. Aceptemos la humillación y la derrota.
Entre tanto, España abandonaba tras un cambio de gobierno (jamás se había visto cosa igual). Italianos y polacos eran acosados. La prensa americana arremetía contra todo lo que le era sagrado, al final contra su Presidente. ¿Acabará todo como en el Vietnam? ¡Qué locura! ¡Los terroristas han hecho olvidar que son ellos los que iniciaron «las manos injustas» de que hablaba Heródoto!
Sin duda Bush ha cometido errores, las cosas eran más difíciles de lo que pensaba: unas bandas de fanáticos, que son marginales en la sociedad musulmana, nos tratan de tú a tú, son más fuertes. ¡Filipo frente a los demócratas de Atenas! Una propaganda insensata convierte a los fanáticos, casi, en «los buenos». ¿Masoquismo? ¿Cobardía? ¿Deseo de hacernos ver que los medios son el verdadero poder? ¿Intereses? Y sentimos debilidad y temor siendo, como somos, infinitamente más e infinitamente más libres.
Por muchos errores que unos y otros hayan cometido (también Aznar, que creyó contar con un país con el que no contaba y creyó en una fácil, ilusoria victoria), por muchos celos y ambiciones e inconsciencias que siga habiendo, todos somos unos. Y en el choque de civilizaciones tenemos razón, aunque tal o cual suceso nos abrume. Y Occidente sigue siendo la línea maestra de la historia. Y EE.UU. es lo que nos queda para defendernos.
Resulta muy recomendable la lectura de "El choque de civilizaciones" de Samuel Huntington. Es uno de esos libros contra los que se a dicho y escrito mucho sin leerlo. Simplemente porque su titulo no encaja en la doctrina oficial del pensamiento único.
1 comentario:
Rodriguez Adrados, numero uno del helenismo español (Cesar Vidal dixit)
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